lunes, 2 de noviembre de 2009

Deshaciendo mitos desde la Historia

En 1982 realicé los cursos de doctorado en la Universidad de Salamanca, después de haber presentado en marzo mi Tesis de Licenciatura sobre la reforma agraria republicana. Uno de los cursos era "Crisis de la sociedad romana en Hispania", que impartió la profesora Mª Luisa Sánchez de León, poco después catedrática en la Universidad de Palma de Mallorca, donde, creo, sigue todavía. Chema Monsalvo, amigo y compañero, y yo elaboramos un pequeño trabajo sobre los orígenes del cristianismo en la Península. Chema había presentado un poco antes su Tesis de Licenciatura sobre el antisemitismo bajomedieval en Castilla (que la editorial Siglo XXI le publicó). Hoy es catedrático de Historia Medieval en Salamanca. Como una forma de recordar esos años, pero también de tratar un tema que mucha gente ignora, me he atrevido a reproducirlo tal cual. Espero que él me perdone por el atrevimiento. Por otro lado, todos los peros que se puedan poner al artículo deben ser comprendidos, teniendo en cuenta que sólo teníamos 23 años, en mi caso, y 22, en el de Chema. En los tiempos que corren no viene mal sacar a la luz argumentos que ayuden a comprender mejor el pasado, pero también a poner las cosas en su sitio sobre el presente. Y es que la religión cristiana, en su versión católica, mayoritaria donde vivimos, está cargada de muchos mitos. Y éstos, como leyendas, sólo conviene conocerlos, pero no creérselos. Ésa es la diferencia entre razón y fe.  


La cristianización de la península Ibérica en el Bajo Imperio (1)

1. "En el siglo IV el Cristianismo había invadido ya toda la península (...). Para el 409 la Península era ya completamente cristiana". Estas palabras sintetizaban un tópico común en la Historia Antigua de España (2).

En la obra de García Villada encontramos referencias a las fuentes antiguas que servirían de testimonios a su tesis, compartida por la historiografía tradicional. La tesis vendría avalada por la existencia de importantes personalidades eclesiásticas, como Dámaso, Osio (obispo de Córdoba), etc. Hoy en día tiende a minimizarse esta afirmación, así como otros testimonios bastante dudosos, aunque utilizados para demostrar la rapidez y amplitud de la difusión de la religión de Cristo (3). Otras noticias de sínodos (la carta sinodal de Cipriano de Cartago en el 254, por ejemplo), así como diversas noticias sobre persecuciones y martirios (4) parecen avalar aparentemente la tesis expuesta. Incluso no faltan restos arqueológicos que podrían confirmar la relativa importancia del cristianismo (5).

La historiografía actual se muestra crítica con estas opiniones, destacando el carácter fragmentario -al fin y al cabo no faltan los testimonios contrarios a los aducidos- y sobre todo la intención propagandística de las fuentes de los autores cristianos antiguos, deseosos de hacer ver la gran fuerza de la nueva religión. Sobre estos aspectos volveremos más adelante.

En estrecha relación con lo anterior encontramos la polémica cuestión del origen apostólico de la Iglesia española, ampliamente debatido, aun cuando hoy esta problemática se halle desacreditada (vid. infra). La historiografía eclesiástica se ha esforzado en buscar pruebas del origen apostólico de la Iglesia "española", recurriendo para ello a tres núcleos de tradiciones: la que atribuye a Santiago el Mayor el protagonismo de la propagación del cristianismo peninsular; la tradición de los Siete Varones Apostólicos -enviados por los apóstoles a la Península-; y finalmente la tradición que cede este lugar al propio San Pablo, supuestamente venido a la península Ibérica para tal fin. Se trata, sin duda, de afirmaciones polémicas que no resisten, hoy en día, la más ligera crítica.

La propia historiografía eclesiástica actual se orienta hacia posiciones similares a las de otros historiadores o al menos los tiene en cuenta: el cristianismo no tuvo que ser predicado necesariamente por algún apóstol o misionero más o menos célebre. La llegada de militares, comerciantes, esclavos, colonos, etc. supuso un foco de irradiación, quienes forman iglesias bastante incomunicadas entre sí, no plenamente constituidas y centralizadas. El desarrollo y crecimiento se hace desde cada comunidad en base a cada realidad sociocultural y no en base a las directrices de una sede principal (6).

Estas últimas ideas acerca de la difusión del cristianismo -ya lo trataremos- demuestra el importante giro producido en la interpretación "oficial" de la Iglesia. Especialmente valioso es el papel desmitificador -quizás no llevado a sus últimas consecuencias- y la interpretación de la difusión del cristianismo como algo conflictivo y problemático, en correspondencia con las teorías admitidas actualmente.

2. Uno de los temas más problemáticos es el del origen del cristianismo. Como ya hemos visto antes, existen tres tradiciones que hablan de la génesis del mismo en nuestra Península, que, no obstante, están siendo rechazadas como verosímiles según investigaciones más recientes. En el caso de Santiago (7), hasta el año 600 no hay noticias literarias que nos den prueba de su venida y aún tardaría en haber consenso en los años posteriores sobre este aspecto. Esto y los textos visigodos que hablan de la idolatría y los escasos frutos evangelizadores hacen que se pueda prescindir de tal tradición jacobea.

Sobre la presencia de Pablo (8) en la Península únicamente existe su testimonio, reflejado en la Carta a los Romanos, donde hay una voluntad expresa de venir a Hispania, detalle que hoy en día es conside¬rado totalmente intrascendente. En el caso de que esto fuera cierto, es completamente seguro que no ha quedado constancia de su obra evangelizadora.

Y sobre la leyenda de los Siete Varones Apostólicos (9), ésta parece que responde al deseo o necesidad de alguna iglesia local de vincularse a Roma, muy posiblemente surgida a fines del siglo VIII, como réplica mozárabe -sur de la Península- a la extensión creciente de la tradición santiaguista -norte.

Una vez dicho esto, los estudios más recientes parecen demostrar el origen africano del cristianismo peninsular (10). Según Díaz y Díaz esto puede estar en relación con el traslado de la Legio VII Gemina desde el norte de África a Astorga y León. Así, enumera una serie de documentos que lo prueban, tales como las denuncias que hacen las comunidades de Astorga, León o Zaragoza a obispos acusados de libelos y que provoca la apelación de éstos a Roma y Cartago (Cipriano de Cartago, quien otorga la carta sinodal a que hicimos referencia); los soldados y oficiales del ejército martirizados; los testimonios sobre mártires en Tarragona, donde se reflejan unos conocimientos profundos de la técnica militar y el uso de una terminología análoga a la africana (así, statio= ayuno; fraternitas= comunidad; refrigerare, etc.)...

Que sea el ejército el transmisor principal o simplemente uno más es algo secundario. Lo importante es ver ahora la relación entre las formas características del cristianismo africano y el peninsular. Estas similitudes también se ven en otros tantos documentos, como el conocimiento que Agustín tiene de las actas de Fructuoso, obispo de Barcelona, santo a la postre; en el Concilio de Elbira se nota la gran importancia de los presbíteros, de igual manera que en partes del norte de África; la inexistencia de montanismo y donatismo en Tingitania y la península Ibérica podría estar en relación con esto; el texto de los Salmos hispanos -Salterio Visigótico- y varios fragmentos litúrgicos similares a los norteafricanos; el arte paleocristiano, de influencia africana.

La relación, pues, entre Península y el norte de África parece evidente. En este sentido conviene apuntar otro factor, resaltado por Blázquez, que corrobora esta teoría, y es el hecho de las relaciones comerciales entre ambas zonas, que puede favorecer la difusión del cristianismo. En los documentos aludidos, por ejemplo, aparecen comerciantes. Y sobre todo merece la pena destacar que "la penetración del cristianismo en Hispania sigue las grandes vías comerciales y los caminos del avance de la romanización, con lo que coincide en que sus portadores fueran los mismos: ejército y mercaderes" (11).

3. Las sedes y comunidades cristianas del año 350 coinciden en su mayor densidad con las vías de comunicación principales y las capitales de las provincias, decreciendo la densidad hacia el norte y hacia el este. Es decir, que el cristianismo se difundió desde la Bética hasta el norte y noreste. El contacto con la Galia se da en el siglo IV (12).

El carácter urbano de los primeros momentos del cristianismo es algo que nadie duda. Tendrá que ser a partir del siglo III, y en concreto en el siglo IV, cuando veamos la penetración de una forma efectiva en el campo. La correlación entre difusión del cristianismo y romanización parece algo evidente, pues, a pesar de la duda que plantea Blázquez cuando señala el carácter de arma de doble filo que ello supone, ya que piensa que, además de favorecer tal difusión, la obstaculiza al no tender a hacer desaparecer ni la religión ni el elemento indígena (13).

Más difícil nos resulta saber qué clase o grupo social se erige en la base de la nueva religión. Es más, la disparidad de opiniones nos impide tener una mayor claridad sobre el asunto. Para Díaz y Díaz, en el siglo III los miembros de las comunidades son miembros humildes, aunque también se detecta la existencia de elementos de la alta sociedad (14). Esta hipótesis no parece coincidir con las afirmaciones de Arce, para quien las clases altas y el pueblo fueron las más apegadas a la tradición, considerando a las clases medias, sobre todo los curiales, las más permeables al nuevo fenómeno (15). Además, para el mismo autor, el ejército nos constituye un vehículo de difusión del cristianismo (16). Blázquez piensa que la cristianización comenzó en Hispania por las clases altas. Si tenemos en cuenta los datos que nos proporciona el Concilio de Elbira (hacia el 314), la composición social encuentra una explicación. El Concilio demuestra que la nueva religión se había filtrado entre diversas capas sociales y tenía suficiente vigor como para vetar a sus adeptos cualquier actividad desacorde con sus principios. Había ricos y pobres, propietarios de esclavos y esclavos, miembros de las oligarquías dirigentes y humildes. Sin embargo, los cargos eclesiásticos son reservados a las clases adineradas.

Lo que se desprende de todo esto es que el cristianismo tuvo un carácter minoritario en sus primeros momentos, ya no solamente porque amplias zonas de la Península quedaran sin conocerlo hasta muy avanzados los siglos de la dominación visigoda, sino también porque en el siglo IV estaba localizado en ciertos núcleos urbanos, los más romanizados, y apenas incidía más que en una minoría de su población (17).

Esta lenta difusión puede estar en relación, en un principio, con dos inconvenientes: por un lado, el hecho de que las zonas más fácilmente cristianizadas en los primeros momentos lo eran las de habla griega, entre las que no se encontraba obviamente la Península: y, por otro, la imposibilidad actual de precisar los núcleos de judíos existentes en la Península (18).

En cualquier caso, existen varias fuentes que nos documentan acerca de la lentitud de su difusión. San Valerio, que vivió en el siglo VII, sitúa en el siglo IV el inicio de la nueva religión en Gallaecia. La misma idea se encuentra en las actas de Santa Leocadia de Toledo y los mártires Vicente, Sabina y Cristeta de Ávila (19)... Algo parecido nos demuestra Vigil para el norte de la Península, donde perviven las religiones y cultos indígenas (20) o el mismo Arce (21). Así pues, el origen de las fuentes en que se basan los defensores de la rápida difusión de la religión es propagandístico y está alejado de la realidad.

4. A pesar de los datos fragmentarios de algunas fuentes -ya vistas- en el sentido de considerar bien cristianizada la Península, todo parece indicar -los testimonios para el siglo IV son bien elocuentes- que el cristianismo ofrece un doble aspecto de conflictos: a) conflictos dentro del mismo sistema cristiano (herejías) y b) conflictos con el paganismo (22). A ello habría que unir la pugna proselitista con las comunidades judías, aspecto bien conocido por García Iglesias (23).

Con respecto a los conflictos que el cristianismo mantiene con el paganismo, un testimonio de extraordinario valor es el Concilio de Elbira, muchos de cuyos cánones ponen de manifiesto las dificultades de la nueva religión para imponerse a prácticas mágicas y supersticiones indígenas, sacrificios y cultos paganos. Así, varios cánones proscriben los sacrificios y prácticas sacerdotales paganas, la magia y la hechicería, la superstición y los sacrificios a los dioses... El Concilio hace, así mismo, alusión a la escasa o nula asistencia de los fieles a los oficios divinos (24). Algunos cánones del Concilio son enormemente significativos. Uno de ellos (canon 36) prohíbe las imágenes en las iglesias, sin duda como medio para combatir las supersticiones: en realidad la idolatría se mezclaba en el culto a las imágenes de las iglesias cristianas (25), y es verdaderamente difícil distinguir entre devoción y adoración. Las reliquias de algunos mártires, por ejemplo, a las que la Iglesia dotaba de una finalidad devota, eran fácilmente identificables con los tradicionales amuletos, con una significación mágico-supersticiosa totalmente distinta.

Otro de los cánones habla de amos cristianos que toleran a sus esclavos tener y adorar ídolos paganos. Estaría en consonancia con la pertenencia en las masas de las ideas paganas. De hecho, diversos autores antiguos nos hablan de la abundancia de prácticas supersticiosas: acusaciones de magia y hechicería a supuestos herejes, permanencia de sectas gnósticas, excesos en el culto a las reliquias (26)... ¿Acaso el cristianismo no es aceptado como una superstición más? Y ello especialmente entre las masas populares, más apegadas a esas tradiciones. Además del dato de las reliquias, ¿la veneración de santos y mártires no constituye acaso una forma de superstición? ¿No se espera de ellos una eficacia, una injerencia efectiva -y práctica- en sus vidas? Posiblemente el cristianismo es aceptado en su forma, pero con el previo filtro ideológico impuesto por las estructuras de pensamiento de las masas populares, que no hacen sino transmutar el contenido auténtico de una doctrina ya en esta época elaborada -reelaborada si se prefiere- por una jerarquía eclesiástica/élite social que difícilmente podría encajar con las aspiraciones de las clases humildes. La incultura de éstas es, sin duda, uno de los factores, pero hay un trasfondo social incuestionable. La mentalidad de aquellas gentes, que explica la supervivencia de antiguas tradiciones, es el mismo factor que explica la proliferación de herejías -conflictos de carácter "interno" dentro del cristianismo-, pero con un evidente carácter social y en el contexto amplio de las crisis general. Vemos cómo Prisciliano es acusado de realizar prácticas mágicas y de hechicero. Prisciliano conoce todas las herejías anteriores a él ex fabulis vulgi (27).

El pueblo conoce y practica seguramente algunas de ellas, pero en esto no hay únicamente un problema de falta de cultura -o comprensión intelectual de la doctrina-, sino de lucha de clases, pues es bien conocido que las herejías son la expresión religiosa -quizás el único "lenguaje" inteligible entonces, la única ideología capaz de canalizar las aspiraciones colectivas- de un descontento social. La Iglesia, divorciada ya de las masas en esa época, comprometida con el orden establecido, es consciente de los peligros de las desviaciones populares ¿en cuanto herejías o como movimientos sociales?, como se preguntaba Barbero, a propósito del priscilianismo (28).

La dimensión social del priscilianismo habría sido la causa de su expansión, algo que comparte con el resto de las herejías. Vemos, por tanto, que el cristianismo tuvo dificultades no sólo con el paganismo, sino incluso en su propio seno; y aún las seguirá teniendo en los siglos posteriores.


Notas

(1) Este trabajo fue elaborado como parte del curso de doctorado "Crisis de la sociedad romana en Hispania", Universidad de Salamanca, 1982.
(2) García Villada (1929).
(3) Así, el testimonio, bien conocido, de Ireneo. En el año 200 Tertuliano alude a la completa cristianización del mundo conocido, idea compartida por San Jerónimo, Eusebio de Cesares, etc.
(4) Las persecuciones de los primeros siglos en la Península parecen seguir la tónica general. Fueron especialmente duras, al parecer, en época de Diocleciano: martirios de Emeterio y Caledonio, Marcelo, Justa y Rufina, Justo y Pastor.
(5) Para esta cuestión ver Palol (1967).
(6) García Villoslada (1979).
(7) Díaz y Díaz (1967, p. 488).
(8) Ibidem (pp. 428-430).
(9) Ibidem (p. 433).
(10) Ibidem (pp. 423-443). También Blázquez (1978). Sin embargo, García Villoslada (1979, pp. 147-149) rechaza esta posición. Según él los datos arqueológicos nos dan que a partir del siglo IV se advierte una notable influencia norteafricana en la Tarraconense y la costa levantina y, sobre todo, en el siglo VI en la Baetica y la Lusitania. Los restos del siglo IV son sobre todo de oriente y Constantinopla, no habiendo origen norteafricano, pues su influencia es tardía. Además, criticando a Díaz y Díaz, piensa que antes de los siglos V y VI existen documentos escritos que vinculan a Hispania con Roma.
(11) Blázquez (1978).
(12) Díaz y Díaz (1967, p. 442) y García Iglesias (1978). Es evidente que la organización eclesiástica no hace sino reproducir las divisiones administrativas del Imperio: Lusitania-Emerita Augusta (Mérida), Tarraconense-Tarraco (Tarragona), Baetica-Hispalis (Sevilla), Cartaginense-Cartagena y Gallaecia-Braga.
(13) Arce Martínez (1971, p. 247).
(14) Díaz y Díaz (1967, pp. 438-439) se basa en la extracción social de los mártires.
(15) Arce Martínez (1971, pp. 249-250).
(16) Ibidem (p. 250). Esta afirmación se basa en la opinión de Jones, para quien el ejército en el siglo IV, según el origen social de los soldados, era el menos propicio para la cristianización: hijos de soldados y veteranos, gentes del campo y bárbaros.
(17) Es significativo que en amplias zonas del mundo rural, en el noroeste de la península, el primer contacto que sus habitantes tuvieron con el cristianismo fue a través del priscilianismo y no por otros cauces.
(18) Para la primera cuestión, Arce Martínez (1971, p. 246). Acerca de lo segundo, Díaz y Díaz (1967, p. 429) y Arce Martínez (1971, p. 247). Sobre esto puede decirse, por el contrario, que Pablo el apóstol aconsejaba orientarse hacia los gentiles en vez de los judíos (Starr, 1974, pp. 667-669). Así mismo, parece clara la rivalidad entre judíos y cristianos para conseguir adeptos en los primeros siglos.
(19) Arce Martínez (1971, pp. 247-248).
(20) Vigil (1967, pp. 129-138), entre otros trabajos suyos.
(21) Arce Martínez (1971, p. 250).
(22) Ibidem (p. 246).
(23) García Iglesias (1978). Parece, en efecto, que se entabla una competencia entre ambas religiones con el fin de ganar adeptos. Los recelos que la Iglesia tiene con respecto a los judíos quedan en evidencia en algunas disposiciones del Concilio de Elbira: prohibición a los cristianos de comer con judíos; de contraer matrimonio entre ellos; prohibición, igualmente, de que cristianos casados mantuvieran relaciones adúlteras con judías. Es curioso comprobar cómo las penas que se imponen a los cristianos transigentes con los judíos son superiores a las establecidas en relación con los paganos, lo que revela el auténtico temor eclesiástico entre la religión -en alza- de los judíos. La realidad demuestra que el éxito correspondió a los cristianos, cuya predicación, pese a la limitación de los primeros, se extendió más.
(24) Vicens Vives (1963) y Arce Martínez (1971, pp. 250-251). García Villada (1929), que conocía las disposiciones del Concilio de Elbira, consideraba que los cánones no pueden tomarse como documento histórico, reflejo de una época y una situación eclesiástica determinada, por lo que tiende a minimizar este testimonio. Hoy, por el contrario, tiende a considerarse a sínodos y Concilio como fuentes de gran valor histórico.
(25) Para Jones (The Later Roman Empire, pp. 284-602, Oxford, 1964), citado por Arce Martínez (1971), escribe: "el austero monoteísmo de la primitiva Iglesia cristiana no satisfacía ampliamente las necesidades religiosas de la multitud (...). Los cristianos adoraban a un dios, pero creían en un infinito número de demonios, entre los cuales clasificaban a los dioses paganos".
(26) Arce Martínez (1971, p. 254).
(27) Ibidem (p. 254).
(28) Barbero (1977, p. 88): "Se puede admitir que el priscilianismo fue fundamentalmente una secta rigorista que buscaba la perfección individual a través de prácticas ascéticas (...). El dogma no difería del profesado por el cristianismo ortodoxo, pero su separación de la disciplina de los obispos por medio del ejercicio de una moral rígida y un desprecio por los aspectos materiales hizo posible la acusación del priscilianismo como gnóstico y maniqueo" (entre otras acusaciones). El peligro social no estaba únicamente, para la jerarquía eclesiástica, en estos "movimientos sociales". En alguna ocasión se pretendió asociar el despliegue del monaquismo con el priscilianismo, precisamente en Galicia, la región donde mayor vigor tuvieron ambos. Había igualmente en aquél una crítica latente al poder y las riquezas de la Iglesia.


Bibliografía consultada

Arce Martínez, José Luis: "Conflictos entre paganismo y cristianismo en Hispania durante el siglo IV", revista Príncipe de Viana, n. 32, 1971.
Barbero, Abilio: "El priscilianismo, ¿herejía o movimiento social", en VVAA, Conflictos y estructuras sociales en la Hispania Antigua, Madrid, 1977.
Blázquez, José Mª: "Sobre el origen africano del cristianismo hispánico", en Imagen y mito. Estudios sobre religiones mediterráneas e ibéricas, v. 2, Madrid, 1978.
Díaz y Díaz, Manuel Cecilio: "En torno a los orígenes del cristianismo hispánico", en VVAA, Las raíces de España, Madrid, 1967.
García Iglesias, Luis: Los judíos en la España Antigua, Madrid, 1978.
García Villada, Zacarías: Historia Eclesiástica de España, Madrid, 1929.
García Villoslada, Ricardo: "La Iglesia en la España romana y visigoda, siglos I-VIII", en Historia de la Iglesia en España, v. 1, BAC, Madrid, 1979.
Palol, Pedro de: Arqueología cristiana en la España romana, siglos. IV-V, CSIC, Valladolid, 1967.
Starr, Gordon: Historia del Mundo Antiguo, Madrid, 1974.
Vicens Vives, Jaime et alii: Concilios Visigóticos e Hispanorromanos, Barcelona, 1963.
Vigil, Marcelo: "Romanización y permanencia de estructuras sociales indígenas en la España Antigua", en Conflictos y estructuras sociales en la Hispania Antigua, Madrid, 1967.