lunes, 12 de julio de 2010

El triunfo de la poética del fútbol

Pier Paolo Pasolini fue un enamorado del fútbol, como lo han sido y lo son importantes personajes del mundo de la cultura: Camus, Sartre, Galeano, Benedetti, Vázquez Montalbán… El cineasta italiano llegó a escribir en 1955 el ensayo Ragazzi di vita, donde sintetizó sus ideas sobre ese deporte: “Puede haber un fútbol como lenguaje fundamentalmente prosístico y un fútbol como lenguaje fundamentalmente poético”. Esas dos maneras de concebir el fútbol las relacionó, respectivamente, con los dos continentes donde ha alcanzado su cima: Europa y Latinoamérica. De ellos destacó como prototipos a dos países: Italia, que representaría lo prosístico con “el catenaccio y la triangulación”; y Brasil, que lo seria de la poética, con “el regate y el gol”. Si lo primero conlleva el predominio del juego colectivo, lo segundo da prioridad a las acciones individuales.

No voy a establecer una relación mecánica entre los planteamientos de Pasolini y lo que es la realidad del fútbol, que, además de cambiante, no debe llevarnos a creer en un determinismo continental. Me resulta atractiva la distinción que hace de las dos formas de concebir el juego, que, por otra parte, se puede matizar a la luz de lo que ha ido ocurriendo con el paso del tiempo.

Una comparación de esas dos selecciones mencionadas puede ayudarnos a entender lo que pretendo. La selección brasileña ha sido cinco veces campeona del mundo y otras dos, subcampeona. He sido testigo de ese fútbol en el mundial de México de 1970, quizás la apoteosis de la poética con los Pelé, Tostao, Gerson, Jairzinho y Rivelinho. Y también, por qué no, del mundial de España de 1982, donde, pese a su fracaso competitivo, fueron capaces de desplegar su belleza los Zico, Falcao, Socrates, Cerezo… La selección italiana, por su parte, representa la antítesis, en la que por encima de la belleza prima la efectividad, lo que le ha llevado a triunfar en los mundiales en cuatro ocasiones y ser finalista en otras dos.

Posiblemente la selección italiana sea la que mejor refleje que el paso del tiempo no sido capaz de alterar su genuino estilo. Y mediante esa fidelidad fue capaz de ganar el mundial de 2006, donde se volvió a ver una forma de máxima efectividad que, a mi entender, puede ser la perdición del fútbol: un pragmatismo totalizador en el que, al valer todo, sirve también la marrullería, la trampa, la provocación… ¿O no fue así cuando Materazzi “se acordó de la hermana de Zidane” en pleno lance del partido? Fue una final indigna por quienes la alcanzaron, pero más lo fue que la ganara quien ofreció menos e hizo gala de lo peor que le puede ocurrir al fútbol.

En el caso brasileño, aunque el fútbol desplegado en nuestros días mantiene elementos de “la poética”, con su buen toque de balón y la facilidad de algunos de sus jugadores para ejecutar el regate, los mundiales de 1994 y 2002 no han representado su tradicional estilo. El toque y el regate ya han dejado de ser sus elementos difinitorios, haciéndonos olvidar otros tiempos. Jugadores como Dunga y Mauro Silva en los noventa cobraron fuerza, mientras las estrellas de la fantasía quizás tuvieron en Romario su última encarnación. Ronaldo no era lo mismo y Ronaldinho, que quizás lo pudo ser, sólo brilló unos años, pocos, en el Barcelona.

En los años 80 el fútbol argentino se vio inmerso en un debate de estilos, en cierta medida conceptual, representado por sus dos seleccionadores: Menotti y Bilardo. El primero, triunfador del mundial de 1978, representaba el fútbol de toque, mientras que Bilardo, triunfador en el de 1986, lo era del tactismo. En suma, la belleza frente al pragmatismo o si se quiere, en palabras de Pasolini, la poética frente a lo prosístico. Recuerdo todavía la bronca que en una ocasión Bilardo, como entrenador del Sevilla, le lanzó a su masajista porque no se le ocurrió otra cosa que dar un bote de agua a un jugador lastimado del equipo contrario, cumpliéndose el dicho de “al enemigo, ni agua”. Quizás fue un alarde de la máxima exageración, pero ocurrió. Como lo ha sido más recientemente por parte de Mourinho, preboste del tacticismo de nuestros días, a quien le gusta escenificar fuera del terreno de juego un duelo de símbolos y palabras, extensión del que llevan a cabo sus jugadores en el campo.

Para mí la selección española representa en nuestros días mejor que ninguna otra la poética del fútbol, como lo hace también, en el ámbito de los clubes, el Barça. No es la poética tradicional latinoamericana que ha tenido como principal exponente la selección brasileña hasta 1982 y, en parte, la argentina con Menotti, porque los tiempos han cambiado. Ese fútbol hoy sería arrasado por la condición física tan extraordinaria que tienen los jugadores. La selección española y el Barça han recogido la estela del pase, del regate, de la belleza, del talento… Si antes era suficiente para triunfar, hoy se ha visto obligado a unir parte de lo prosístico, como la dimensión de equipo, aunando así lo mejor de cada estilo. Jugar para tener el balón y maniobrar, jugando, con él. Para ello se necesita presionar para obtenerlo. Si la condición física es imprescindible, el talento es lo que debe marcar la diferencia. Dos equipos jugando de tú a tú pueden ofrecer un espectáculo bello. El resultado, de esta manera, debe marcar la diferencia de talentos de los que cada equipo disponga.

Si, por el contrario, uno de los dos equipos renuncia a esa forma de afrontar el juego, se corre el riesgo de que tenga que suplir sus deficiencias a base de artimañas, suciedad, trampas… Y esto último es lo que hizo ayer la selección de los Países Bajos, defraudando al fútbol y traicionando a una tradición rica. La del Ajax de Amsterdam y su gusto por los buenos jugadores. Sobre todo, la de esa “naranja mecánica” de los 70, con Rinus Michels como artífice, que quiso aunar la fuerza física de sus jugadores, con la tradición prosística europea (Neskens) y el talento que tenían muchos de sus jugadores, con Cruyff a la cabeza. La de la selección campeona de Europa de 1988 con los Van Basten, Gullit o Rijkaard. La obra creada por el propio Cruyff como entrenador en el Barça del dream team y la que recogió años más tarde Rykaard.

Poca gente recuerda el mundial de Alemania de hace cuatro años, a no ser el incidente entre Materazzi y Zidane. O los de Corea en 2002 y EEUU en 1994. Podemos acordarnos de la selección francesa de 1998, con el grandioso Zidane y los Djorkaeff, Thuram…, o los duelos de los 80, pese a que ya entonces empezó a quebrarse la tradición del buen fútbol latinoamericano.

Por todo lo dicho, me alegro del triunfo de la selección española porque lo es del buen fútbol. Del talento, de la creatividad, de la poética. Me importa un rábano que sean españoles y más que de ello se haga una utilización hortera, rancia y reaccionaria. No así que esos jugadores lleven ofreciendo unos años de buen fútbol, aderezados de los triunfos que dan satisfacciones. Me alegro que existan jugadores como Xavi, maestro del regate y el toque; Iniesta, artista de la improvisación; Piqué, central larguirucho cuidadoso del balón; Xabi Alonso, técnico y fuerte a la vez; Villa, eficaz en el gol sin desmerecer lo bonito; Casillas, experto en el mano a mano; y los demás, que, en mayor o menor estado de forma, han sabido aportar lo que se necesitaba para hacer del fútbol un espectáculo agradable y bonito. Ha triunfado la poética.