sábado, 13 de noviembre de 2010

Berlanga, contradicción en estado puro

Luis García Berlanga estuvo en la División Azul. Lo escuché hace muchos años de su propia voz en una entrevista de radio (¿en el programa "Así es la vida?", de Radio Nacional, que presentaba Ángel Aberasturi?). Lo justificó por la necesidad de salvar a su padre, republicano condenado a muerte. Serían principios de los años ochenta y por entonces ya había visto barias películas suyas: la primera fue Calabuch, que tanto me emocionó siendo niño, y luego la tan conocida Bienvenido, míster Marshall; las dos, en el cine del colegio de curas. Luego vinieron, más o menos por este orden, las que hizo en los setenta y principios de los ochenta: La escopeta Nacional, Tamaño natural, Patrimonio Nacional, El verdugo y Plácido. Todas o casi todas en los minicines Van Dyck, el principal refugio para películas en mi ciudad. Las "nacionales", como estrenos; Tamaño natural, donde dio rienda suelta a sus fantasías eróticas, como presentación en España años después de su estreno en Francia; y las otras dos, junto con Bienvenido, míster Marshall, tres de las cumbres del humor negro hecho durante la dictadura, en los ciclos que organizaban los propios minicines. Toda una gozada. 

Un poco más tarde pude ver La vaquilla, dedicada a la guerra civil, cuando ya conocía de Berlanga bastante como para poder tener una mejor perspectiva de su obra y poder comparar lo que hizo. Aunque entretenida y dentro de su estilo desenfadado, no me gustó la forma como trató la guerra. Años después dos conocidos míos, hermanos, se refirieron a esa película para ilustrar lo que para ellos había sido la guerra, basándose en los testimonios de su padre. Lo decían dos personas cuyo vástago tuvo que huir de un pueblo de la provincia de Cádiz por miedo a ser represaliado, fue soldado del ejército republicano y en 1939 fue encarcelado por ello. El mismo que no tuvo valor para contar a sus hijos lo que le pasó hasta junio de 1977, cuando tuvieron lugar las primeras elecciones después de cuatro décadas. El miedo que había interiorizado el viejo soldado republicano le llevó no sólo a callar y guardar su secreto incluso a su familia, sino a deformar lo ocurrido de la misma forma que Berlanga  nos ofreció en La vaquilla

El director de cine acaba de morir. Por eso le dedico este comentario. No he podido evitar su presencia en tierras de la antigua URSS, donde la División Azul, bajo la bandera del ejército nazi alemán, fue una muestra más de la  participación del régimen franquista en la Segunda Guerra Mundial. Berlanga, en una entrevista de 2007 hecha por Juan Cruz para El País, se refirió así a las razones que le llevaron a ir, con un tono dentro de su estilo desenfadado, casi distante y de apariencia neutra, que tanto le gustó en sus últimas películas: 

“Fui porque me lo pidió la familia, porque mi padre estaba con petición de pena de muerte. Pero en realidad lo que me motivó a ir fue una chica. Yo estaba enamorado de ella, creí que estando en la División Azul se quedaría prendada de mi valor; no me mandó ni una carta y se hizo novia de mi amigo más íntimo".

Sin embargo, en la misma entrevista tuvo que reconocer que la realidad era más cruda:

"No sirvió para nada ir a la División Azul. Para conseguir la conmutación de la muerte que recaía sobre mi padre hubo que pasar por el estraperlo de la muerte. Había dos personas, un médico de los ojos y una hermana suya, que cobraban ese estraperlo. Mi padre tenía una fábrica de electricidad y una finca. Lo vendimos todo y le salvamos la vida, pagando”. 

Así fue Berlanga. Capaz de películas sublimes. Y de sentirse liberal. Y de defender el erotismo como la salsa de la vida. Y de minimizar el horror de la guerra. Y de sentir simpatía añeja por la aristocracia decadente. Y de llegar a decir que quiso afiliarse al partido egoísta. Dueño de sus contradicciones. En estado puro.