miércoles, 2 de febrero de 2011

Cosas de niños











































El otro día lo vi. Es la  viva imagen de su padre. La nube del tiempo ha dejado atrás a su progenitor, un humilde oficinista de provincias, dando paso a un maduro y exitoso ejecutivo. Fue una casualidad encontrarlo, pero las nuevas autopistas nos permiten deambular por sitios que otrora no se habían imaginado. Tres décadas después pude contemplar su fotografía y leer su currículo brillante. Una formación que, tras su paso por la universidad, le llevó a un máster en el Instituto de Empresa y, con el tiempo, a la dirección financiera de empresas.   


Fue un amigo de la infancia hasta la primera adolescencia. Pertenecía al grupo de amigos de lo que llamábamos la Avenida. Nos veíamos diariamente para jugar, menos los domingos, que eran los días guardar hasta en eso. La calle era nuestro hábitat natural desde que salíamos a las seis de la tarde del colegio hasta que nos recogíamos unas dos horas después, cuando ya era de noche y frío en invierno, aunque en ocasiones aprovechábamos al medio día un hueco antes de comer. El fútbol era nuestra religión, que intercalábamos con juegos de invierno y noche, como el dao, el escondite, pico zorro y zaina, guardias y ladrones, el dólar o la rueda del tío repique, y juegos de día y de rotación estacional, como la peonza, el clavo, las bolas o los platillos. Los sábados por la tarde y las vacaciones eran la apoteosis de la diversión, pues nos permitían salir de nuestro territorio hacia otros, casi siempre del campo más próximo, como la Cagalona, la Platina, el regato los Olleros, la feria de muestras y tantos otros.

Como niños nos peleábamos de vez cuando, lo que conllevaba a veces la sentencia condenatoria del “ya no te ajunto”. Con él siempre tuve una rivalidad especial, por lo que solíamos discutir mucho, que aumentó cuando empezamos a estudiar juntos el bachillerato elemental en el mismo colegio de curas. Él era un año menor que yo, que había empezado a estudiar primero con once añitos. Él presumía de ser más inteligente que yo, que lo era, seguro, pero yo me hacía el fuerte porque donde sólo me superaba con claridad era en los números: en matemáticas y, en tercero y cuarto, en física y química. Por eso acabó haciendo el bachillerato superior de ciencias, mientras que yo lo hice de letras, que, al fin y al cabo, era lo que más me gustaba y mejor se me daban. Él tenía también habilidad por el dibujo, aunque un poco ñoña y de escasa creatividad. Nunca entendió las matrículas de honor que me dio don José María, que en paz descanse, en dibujo y en trabajos manuales de primero. Amante yo del cromatismo, el cura-profesor se quedó sorprendido por los colores vivos que aplicaba en los trabajos que nos mandaba hacer. Eso nunca me lo perdonó el amigo, que, sin embargo, pudo recuperar la autoestima en el curso siguiente cuando otro profesor, de cuyo nombre no logro acordarme, puso en su sitio el orden de las notas en esas asignaturas.

Un caso especial fue la música. En el colegio recibíamos las mismas horas de clase de gimnasia y música, lo que nos permitió una formación modesta en el solfeo. Si bien mi amigo nunca logró superarme, al poner yo con nueves y dieces muy alto el listón de las notas, nunca desistió en querer demostrar que tenía mejor voz, que al menos era más blanca que la mía. 

Donde mi pobre amigo nunca logró superarme fue en la actividad física. Sin ser yo un portento en las disciplinas básicas, tenía habilidad por los deportes colectivos, en especial el fútbol, el baloncesto y el balonvolea, que eran los que practicábamos en el colegio. En fútbol dominaba todas las demarcaciones y siempre tuve en la portería, quizás para mi desgracia, el puesto que me llevó más lejos.

Poco a poco la relación se fue distanciando, sobre todo porque la calle dejó de ser atractiva para mí, receloso de los juegos que me parecían ya infantiles. Recuerdo que él me propuso formar un grupo para salir, que era el término con que designábamos entonces el primer paso para la emancipación hacia la madurez, antesala de los guateques, las discotecas, las rondas de cañas y el contacto con las chicas. No sé por qué lo rechacé. Quizás una mezcla del resquemor de esa rivalidad y del deseo por mi parte de hacer cosas menos convencionales. Pero el caso es que lo hice. Con dieciséis años me fui del colegio para irme al instituto, mientras él se quedó. Coincidió cuando murió su padre. Dejamos prácticamente de vernos y más cuando se fue a otra ciudad a estudiar la carrera universitaria.

Nunca más supe de él hasta el otro día en que vi su fotografía. Atrás quedaron sus preferencias por la URSS en las competiciones deportivas, sin saber por qué razón, cuando yo aún me emocionaba con el himno y la bandera barrada de los EEUU. ¿Será él quien lo haga ahora?