viernes, 17 de junio de 2011

Un ejercicio inútil de ucronía

























No sé por qué –¿o quizás sí?- me dediqué hace unas semanas a revisar un viejo cuaderno del colegio donde estudié los primeros años de bachillerato. En el listado del cuarto curso aparecieron ante mí 71 compañeros, cuyos nombres fui recordando, cuando fue posible, con facilidad en unos casos y a duras penas en otros. Estuve después buscando información, casi como un poseso, a través de la red inmaterial tejida en el espacio. 


Y en uno de los momentos apareció quien, no siendo amigo ni compañero de grupo –yo era del be-, sí fue acompañante en conversaciones y hasta discusiones que de vez en cuando manteníamos. Poco amigo del ejercicio físico él, coincidíamos en el gusto por la palabra hablada, que cultivábamos menos en los recreos entre clase y clase y más en los regresos a casa que hacíamos en pandilla ya de noche, rondando casi con la hora del sereno. He dicho discusiones, porque, aun siendo imberbes a la edad de trece o catorce años yo y uno menos quizás él, en cierta ocasión surgió un tema que resultó ser de sumo interesante. 

Preocupado yo como estaba por empezar a redimir el mundo a la manera contraria como nos enseñaban los curas, el nazismo y la cuestión judía se presentaron como la piedra de toque donde más se encontraron nuestras posiciones. El compañero resultó ser un racista de lo más empedernido. Ignorando yo de dónde le había venido esa propensión, tuve que redoblar mi beligerancia más desde la ética que mediante los argumentos que pudiera aportar más allá que lo que podía saber acerca de la ignominia del holocausto. Al muchacho no le hacía ascos eso de la raza inferior, los campos de concentración o las cámaras de gas. Fue por boca suya cuando oí por primera un supuesto plan nazi de enviar a la población judía a la isla de Madagascar. 

Cuando con dieciséis años me fui a estudiar al instituto masculino, no volví a saber más de él, pese a la cercanía de nuestros domicilios. Me imagino que seguiría con su brillante trayectoria académica, pues estaba entre los que llamábamos empollones, lo que se ha corroborado cuando he sabido que es médico en la ciudad que nos vio nacer y crecer. 

Lo vi el otro día en una foto, no sé si rapado o alopécico, con un traje oscuro y una corbata impecables, unas gafas negras de media montura, los brazos cruzados y un semblante, más que de seriedad, de dureza. También he sabido que es el responsable regional de su ramo profesional en uno de los sindicatos que en el argot de la gente de izquierda llamamos amarillos. A mí eso me da igual y tampoco me sorprende. Sin embargo, no he podido evitar el haber pensado, consciente de lo inútil como ejercicio de ucronía, lo que hubiera ocurrido si sus opiniones de adolescente las hubiera tenido en los tiempos en que las camisas pardas y los uniformes negros de la raza aria desfilaban por Europa.