domingo, 18 de noviembre de 2012

El antiguo joven del abrigo pollo pera
























Eran tiempos un tanto turbulentos, llenos, eso sí, de ese brío voluntarioso con el que nos manifestábamos en las aulas, las calles y, por qué, los bares. Teníamos 
deseo de cambiar el mundo y los gobiernos, aunque éstos fueron pasando uno tras otro sin que lográramos hacer realidad nuestros sueños. 


Saltábamos a la vista por la manera de vestir y de hacer. Ya se sabe: jersey de lama y cuello alto, pantalones de pana, zapatos de ante y, dependiendo, una trenca o una pelliza de piel al canto. 

El muchacho en cuestión, el que da origen a este escrito, ya iba ataviado desde COU o 6º -no lo recuerdo bien- de otra manera, con su abrigo verde de pollo pera. Un atuendo que sorprendía en cierta medida, dado la condición humilde de su estirpe. Su ropa y su peinado hacían juego con el ambiente donde se movía. Era asiduo de los lugares por donde pululaba el pijerío. Ignoro cuánto debía costarle en pesetas mantenerse por esos andurriales del buen vestir y el buen ver, pero tenía que resultarle más caro de lo que se estilaba en los nuestros. 

Más locuaz que su inseparable amigo del alma -al que sí le pegaban más esos ambientes- y quienes le solían acompañar, sus puntuales intervenciones en las asambleas que hacíamos en el aula ponían el contrapunto -facha, como decíamos con mala leche- sobre lo que en el rojerío hacíamos gala. 

Fue buen estudiante, lo que le permitió acumular el correspondiente cargamento de buenas notas. Coincidimos más en las optativas, donde un joven barbudo como era yo contrastaba en medio de algún cura, varias monjas y unos cuantos derechosos, que eran mayoría abrumadora. Supe ganarme la simpatía de la catedrática, célebre por su condición de religiosa, y hasta me puse por encima del muchacho en cuestión dentro de la clasificación que se fue estableciendo imaginariamente. 

En las pocas concesiones de palabra que me hizo, una de ellas la guardo como un tesoro entre anecdótico y entrañable. En cierta ocasión me confesó algo ocurrido años atrás, cuando estudiábamos COU, con motivo de un festival -el de la Canción Azul, en honor a Pablo Neruda- que organizó el instituto. Fue testigo privilegiado, en su condición de miembro del tribunal, del veto al que me sometió el señor director del centro para que no pudiera recibir el primer premio por mi musicalización del poema "Sentado sobre los muertos" de Miguel Hernández. 

Ya acabada la carrera, recuerdo el día que defendí mi tesina en el salón de grados de la facultad y a la profesora antes citada apremiándolo para que acabara la suya. Pese a ello, supo sacar buen partido de su expediente, lo que a la postre acabó llevándolo a la cumbre del mundo académico. 

Dejé de verlo, pero sé que supo arrimarse a algunos profesores que se estaban orientando por aquellos años a la investigación del movimiento obrero socialista y, casi como si nada, acabó transmutándose en uno de ellos. Eran los años del cambio -ya se sabe, la frase con la que enamoraron a mucha gente los chicos sevillanos y su gente. No hace mucho lo vi por la calle en mi ciudad natal. Sus prendas y su imagen, ya con una barba discreta que cubría su cara, habían dejado de ser las del joven estudiante vestido de pollo pera. Todavía se le puede ver así cuando contemplo las imágenes que nos ofrece la red.