miércoles, 17 de julio de 2013

Educar sin exclusiones

Hace trece años elaboré un trabajo que, con el título “La escolarización de la población no universitaria de Barbate en el tránsito al siglo XXI”, buscaba conocer mejor la realidad del municipio donde vivo y trabajo con vistas a plantear una propuesta de planificación para los años siguientes. Ello supuso también tener que aportar, una vez más, argumentos que ayudaran a rebatir los planteamientos tan extendidos que, desde posiciones conservadoras (por utilizar un adjetivo), se oponían a la comprensividad en la educación, si no a la propia universalización hasta los 16 años. En un municipio como Barbate, donde tenemos unos deficits educativos crónicos, no tener en cuenta esta realidad es una condena social de por vida a adolescentes y jóvenes. Porque creo que lo que escribí en 2000 sigue teniendo actualidad, reproduzco la introducción del trabajo.



Puesto que toda ciudad tiene un solo fin, es claro que también la educación tiene que ser una y la misma para todos los ciudadanos y que el cuidado de ella debe ser cosa de la comunidad y no privada, como lo es en estos tiempos en que cada uno se cuida privadamente de sus propios hijos y les da la instrucción particular que le parece para que pueda dominar a los otros.
(Aristóteles, La Política).

Esa engañosa libertad de enseñanza, la libertad de los padres para elegir centro, es una falsedad reaccionaria, fomentada por los que se saben elegidos y pueden pagarse tranquilamente su elección.
(Emilio Lledó).

Casi 2400 años nos separan desde que el sabio griego escribiera las palabras con las que empieza esta introducción y que gozan, quizás más que nunca, de una rabiosa actualidad. En una época de tránsito, tanto por el siglo XXI que deviene como por la casi culminación de la implantación de la LOGSE, dos retos, claramente relacionados entre sí, se presentan. El primero, ampliar la escolarización obligatoria hasta los 16 años, y el segundo, más importante, garantizar que esa ampliación se haga en condiciones de igualdad. Existe oposición y/o resistencia entre algunos sectores sociales, incluidos sectores del mundo docente, bien hacia la ampliación de la escolarización obligatoria desde la comprensividad, entendida ésta como la existencia de un currículo común para el alumnado, o bien hacia la propia obligatoriedad de la enseñanza. Se argumenta en líneas generales contra la comprensividad que perjudica al alumnado mejor dotado. Y contra la obligatoriedad entre los 14 y los 16 años, que va contra los intereses de ese sector de jóvenes que no quiere ir a clase y que en los centros educativos crea numerosas situaciones conflictivas. Vistas así las cosas, parece que existe una lógica aplastante. Hay una interpretación de la democracia entendida como la existencia de unos derechos a los que la ciudadanía, desde su autonomía, hace uso siempre que quiera. Estaría entroncada con una tradición liberal de origen dieciochesco según la cual, desde la teórica igualdad ante la ley, los individuos gozarían de las mismas posibilidades, aunque el punto de partida fuera diferente. Esta idea de igualdad ante la ley, pero en la que cada cual se las debe arreglar para salir adelante, es la quintaesencia de una ideología defensora a ultranza del individualismo per se (de directa correspondencia con la ideología capitalista) y ha estado permanentemente presente, como factor condicionante, en cada uno de los retos que la humanidad se ha ido planteando a lo largo de los dos últimos siglos. A modo de ejemplos, el que al principio del régimen liberal sólo votase una minoría de la población (los que tenían las rentas más elevadas) o que después se negase el voto a las mujeres se argumentó en que el goce de derechos sólo podía hacerse desde la madurez intelectual. ¿Cómo iban a equipararse las personas cultas con las que no sabían leer ni escribir, se decía?

Desde una perspectiva democrática habría que razonar de otra manera. Es cierto que aumentar la escolarización hasta los 16 años conlleva problemas, desde el momento que se está actuando con un segmento de la población que está atravesando por un periodo, el de la adolescencia, que en sí mismo difícil. Si a eso le añadimos que la sociedad de nuestros días está cambiando hacia nuevos comportamientos entre la gente joven, derivados en parte de la coexistencia de una mayor permisividad, un mayor consumismo y, todo hay que decirlo, un mercado de trabajo transformado, donde disminuyen las posibilidades de encontrar trabajo cuanto más joven se es, ¿qué futuro les queda a quienes están condenados a la marginación por el mero hecho de no haber nacido en un medio que les posibilita salir adelante? Frente al principio, frío en el fondo, de igualdad de oportunidades ha de ofrecerse otro más cálido que es el de igualdad de disfrutes. La democracia sería así la forma de hacer posible que los miembros de la sociedad, sin excepción, pudiesen acceder por igual a los derechos, independientemente del origen de cada individuo. La democracia, por su naturaleza, no puede recluirse en una minoría ni permitir que quede alguien fuera del bien común. La democracia, por principio, es igualitaria y en su construcción se ha de contar con actuaciones desde los poderes públicos que compensen y atenúen los efectos de las desigualdades existentes, sean de clase, género, etnia o cualesquiera otras. Así se entenderían las palabras de Aristóteles cuando dice que "la educación ha de ser una y la misma para todos los ciudadanos". El deber de toda sociedad que se precie democrática es velar por que el conjunto de sus individuos, sin exclusión, tenga acceso efectivo a los derechos que los dignifican como tales. No podemos pretender que quienes parten de deficits sociales o culturales, ajenos a su voluntad y por cualquiera de las razones, se comporten de la misma forma que quienes, también por distintas razones, han tenido la suerte de tener unos medios que le han facilitado ir desarrollándose como personas con arreglo a las exigencias que socialmente se establecen. Por eso la escuela pública es la que de principio, si es que lo es, garantiza que nadie se quede fuera sin que se hayan puesto previamente los medios para conseguirlo. Así se entenderían las palabras de Emilio Lledó, un sabio de nuestros días, para quien bajo el principio de la libertad de enseñanza se defiende de hecho una idea elitista de la sociedad. Sin negar la libertad, como principio imprescindible de la condición humana, si no va a acompañada inequívocamente de igualdad, no existiría de hecho. La libertad sólo existe cuando nadie queda excluido de su disfrute y que sería negado cuando alguien se viera relegado. Una sociedad democrática, y por tanto justa, no debe basarse en un baremo que valora únicamente a las personas mejor dotadas, sino que, reconociendo las capacidades de cada cual, sea capaz de garantizar, como bien común y preciado, que nadie se quede sin poder disfrutar de los derechos que dignifican a las personas. Y el derecho de educación quizás sea el alimento espiritual de la sociedad, porque es el que nos hace libres.

(2000)