lunes, 23 de diciembre de 2013

A propósito de "España y Cataluña: trescientos años de historia", de Josep Fontana





























He leído la intervención de Josep Fontana en el simposio histórico "España contra Catalunya: una mirada histórica (1714-2014)", un evento que tuvo en Barcelona el fin de semana pasado. No voy a entrar en el título del citado simposio, si es o no adecuado, o en su propia celebración, que se ha criticado desde diversas instancias políticas y académicas bajo la acusación de parcialidad e incluso de falta de rigor científico. En el caso del título, ha habido un representante de ERC que aludió, antes de que comenzara, a una posible falta de idoneidad, no así de lo que en él pudiera tratarse. Fontana hace unos meses quitó importancia al título, manifestando que lo importante era valorar lo que se iba a tratar. Quienes han participado representan una parte nada desdeñable de la comunidad cultural de Cataluña, todas personas relevantes y en su mayoría del mundo universitario. Ha predominado gente del campo de la historia en sus distintas etapas, aunque no ha faltado la presencia de la sociología, la economía y el derecho. Por tanto, haber negado a priori su validez no ha sido nada más que una muestra de intolerancia, prejuicios y/o irracionalidad. 

La ponencia de Fontana tiene el título de "España y Cataluña: trescientos años de historia" y a su contenido puede accederse desde la red en distintos lugares (por ejemplo, en la revista sinpermiso) (1). Negar su falta de rigor me parece un despropósito. Resultaría extraño que fuera así en quien no deja de ser uno de los principales exponentes de la historiografía europea y mundial. Pero vayamos a lo que me interesa, que es analizar su discurso.

La Guerra de Sucesión y sus consecuencias


Parte Fontana de una aseveración rotunda: la fecha de 1714 marca la pérdida de un proyecto político construido desde siglos anteriores, al que caracteriza como representativo, que estaba apuntando hacia la democratización, que estaba basado en la defensa de las libertades y que puede compararse con lo que estaba ocurriendo en esos momentos en otros territorios europeos, como eran Inglaterra y Holanda. No desatina Fontana en referirse a estos dos últimos países, teniendo en cuenta la especificidad de su desarrollo histórico, anterior, diferenciado del modelo francés, más tardío, y lo ocurrido a lo largo del siglo XIX (2)


Me atrevo incluso a sugerir que ese proyecto político no resultaba muy diferente en su naturaleza del que fue abortado dos siglos antes en Castilla y que tuvo como expresión el movimiento de las comunidades. Estudiado desde esta vertiente por varios historiadores, fue José Antonio Maravall (3) quien llegó a calificarlo como "una primera revolución moderna", insertándolo dentro de la línea de construcción de los primeros proyectos nacionales europeos de carácter representativo que empezaron a cristalizar en el XVII en Inglaterra y en Holanda. 


Pone el acento Fontana en un hecho importante, que es la voluntad de integración del proyecto político catalán dentro de la monarquía hispánica. Un modelo, este último, que tenía una tradición descentralizada desde que la dinastía de los Austrias se instaló en la Península a principios del siglo XVI y que en el caso de la corona de Aragón se profundizaba en el tiempo mediante el pactismo de naturaleza confederal constituido desde el siglo XII. Esta monarquía compuesta sería el marco que abrigaría el intento de que el modelo catalán se extendiera hacia otros territorios peninsulares, como Castilla o Andalucía. Por eso considera, siguiendo a Albareda (4), que la Guerra de Sucesión planteó la dicotomía entre dos modelos políticos muy distintos: el sistema que apuntaba al progreso y la democratización versus el que defendía el absolutismo y el feudalismo, éste encarnado en la dinastía borbónica.


La derrota catalana y la fuerte represión que le siguió reorientó en gran medida la evolución histórica, más presente en el plano político, y, como veremos, en menor medida en los planos social, económico e incluso cultural. El modelo absolutista y centralista borbónico supuso en Cataluña la desaparición de sus instituciones políticas, sustituidas por la capitanía general y la audiencia territorial, y la transformación de los órganos municipales, que sufrieron una fuerte corrupción mediante la compraventa de cargos. Aquí Albareda es rotundo cuando habla, entre otras cosas, de "un alto grado de militarización" política, que en los cargos municipales llegó a alcanzar en los primeros momentos el 90% (5)


Para Fontana la principal excepción en esta política represiva fue el derecho civil, que se mantuvo "por el miedo que tenían los vencedores de la confusión que pudiera crearse si lo anulaban". Se puede añadir, como Fradera ha planteado, que fue una concesión al partido borbónico catalán (6), en la línea de la excepcionalidad que Felipe V hizo con el régimen foral de las provincias vascas y Navarra, desde el primer momento en favor del pretendiente borbón. Un derecho singular, aún vivo, manifestado en el mundo de las relaciones familiares (matrimonio, herencia...) o contractuales. Sin esto último no se entendería, por ejemplo, la especificidad del modelo agrario y las luchas llevadas a cabo en las décadas posteriores por los rabassaires en defensa de la enfiteusis y la pequeña propiedad (7)

El resultado de la dominación castellana a través de la monarquía borbónica fue una asimilación lenta y muy incompleta. A lo largo del siglo XVIII se conformó una nueva Cataluña, donde pugnaban fuerzas sociales y políticas que buscaban esa asimilación y las que se resistían, a la vez que se iban alumbrando nuevas realidades. Sobre esto último Fontana apunta como lo más novedoso de ese siglo el crecimiento económico y lo que conllevó. Desmantela el mito de la laboriosidad catalana, un recurso muy extendido en ese momento y que todavía hoy perdura. Un mito, por lo demás, creado y utilizado en la propia Castilla por mentes preclaras de la época como Cadalso o Jovellanos.


El crecimiento económico del siglo XVIII y las bases de una nueva sociedad


Fontana, siguiendo a Pierre Vilar en su monumental Cataluña en la España Moderna (8), enraíza ese crecimiento en un proceso histórico que viene de los siglos anteriores y que no se cortó con la dominación castellana. Un modelo económico que tuvo muchas caras. Como el historiador francés nos cuenta en su obra, una era la de los pequeños cultivadores de la tierra que orientaron su producción a la comercialización y acabaron especializándose en mayor medida en los viñedos. También está la cara de los agricultores más prósperos, transformados en vinateros y orientados a otros mercados, incluidos los americanos. Como apunta el propio Vilar al final del último volumen de su obra, "la eclosión de un enjambre de labradores-comerciantes, arrendatarios de derechos, tenderos, arrieros, patrones de barca, mesoneros, empleados y, finalmente, "compañías de personas", en resumen, aquellos que, sólo por su número y pese a la extrema modestia inicial de sus medios, han propiciado que los mercados regional, nacional y colonial estuvieran abiertos a los productos catalanes" (9). En suma, que la ecuación agricultura, comercio e industria, iba tomando cuerpo.


Pese a ello desde Castilla no se vio con buenos ojos ese modelo de crecimiento económico. Fontana menciona la oposición de Campomanes o el deseo por parte de Cabarrús de que fracasara, siempre desde la concepción castellana de una primacía de la agricultura. Dentro de este antagonismo (o, al menos, de estas diferencias) en la concepción de la sociedad hace mención de la expresión acuñada por Ernest Lluch "un proyecto ilustrado de Cataluña". Éste, después de analizar varias obras escritas en el siglo XVIII acerca del fomento de actividades económicas, acaba concluyendo que se ofreció "una conciencia global del país", comparable a lo ocurrido a finales del XIX, conjugando "intentos y propuestas políticas que quieren reformar parcialmente el uniformismo existente" (10).  


El papel jugado por la burguesía catalana es analizado por Fontana de una forma más pormenorizada. Y a través de él se constata el comportamiento ambiguo que tuvo. Resalta la conciencia que tenía como clase del protagonismo en la construcción de un proyecto económico y social nuevo, desarrollado a lo largo de los siglos XVIII y XIX, y que tuvo en la industrialización moderna su culminación. En este sentido señala la importante presencia de la Junta de Comercio y sus representantes en los primeros momentos del siglo XIX. Más concretamente se refiere a la figura de Antoni de Capmany, que en las Cortes gaditanas defendió la recuperación de las libertades catalanas, aunque como contrapartida aceptó a la vez la renuncia al idioma propio. Esa actitud la mantuvo la burguesía durante la primera mitad del siglo, al cabo del cual acabó frustrándose, de manera que empezaron a sentarse las bases de otro comportamiento, cristalizado a finales del siglo. No está de más recordar los estudios realizados por Vicens Vives, e incluso el mismo Fontana, sobre la actitud de la burguesía catalana en el contexto de transición del antiguo régimen hacia el liberalismo, sus relaciones con el régimen de Fernando VII y las expectativas que tenía de cara al futuro. Para Vicens Vives se trataba de liberales, "pero tampoco liberales a ultranza, sino partidarios de la 'libertad moderada y justa'" (11). Para Fontana “las ideas de los libros prohibidos dejaban de ser ideas generales y se convertían en instrumentos para la comprensión del mundo en que vivían. El despotismo había perdido su barniz de ilustración y se mostraba en toda su crudeza” (12).


La frustración de esas aspiraciones provenía, ya en el entorno del liberalismo político, de la desconfianza castellana a los cambios económicos modernos y más concretamente a la industrialización. En parte provenía de una tradición que hacía de las actividades agrícolas el centro de la economía, como hemos visto que ocurrió con los ilustrados, pero ante todo se basaba en el miedo a que los cambios alumbraran la revolución, al conllevar el desarrollo de la industria el consiguiente de la clase obrera y con ella de las ideas socialistas.


Una identidad de orígenes populares, diversa y no exclusiva de ningún grupo


Fontana pone el acento en que la situación de Cataluña era bastante diferente a la del resto de España a lo largo del siglo XIX. Alude a una estructura social menos extrema, mejores condiciones de vida de los sectores más humildes, una sociedad más articulada e incluso a un sentimiento de identidad popular bastante definido. Sobre esto último se refiere a dos aspectos importantes: uno, el que haya sido en Cataluña donde surgiera el primer movimiento obrero, con los correspondientes sindicatos, y donde se declarase en 1855 la primera huelga general; y otro, la defensa de la identidad catalana a través del mantenimiento del idioma y la memoria del pasado. Esto último lo ilustra con un suceso ocurrido en 1841 con motivo del primer intento de destrucción de la Ciudadela de Barcelona, donde los milicianos actuaron bajo el grito "porque somos libres, porque somos catalanes". 

El papel jugado por las clases populares en el mantenimiento de la identidad catalana es resaltado por Fontana. Y lo hace frente a la ambigüedad y las dudas de los sectores sociales más acomodados, donde se tendió ya desde el siglo XVIII a un mayor grado de castellanización en la lengua (13) y se mantuvo en ocasiones el complejo de un acento diferente para hablarla. Una actitud que recuerda a la protagonizada desde el siglo XVIII por las élites flamencas en relación a las clases populares: mientras éstas mantuvieron su propio idioma, aquéllas se sintieron atraídas por el francés, que consideraban como culta (14).       


Y es en este contexto donde surgió un movimiento de identidad explícito, que tuvo en la recuperación cultural de finales del siglo XIX como su argamasa. U
tilizando las palabras del menorquín Josep Miquel Guàrdia, citado por Fontana, debería ser entendido no sólo en términos estrictamente culturales, sino también como "movimiento político y social". El catalanismo que surgió en esos años fue un movimiento del que Fontana destaca su carácter heterogéneo, no exclusivo de ningún grupo social y ni siquiera con los mismos planteamientos políticos. Por eso distingue los catalanismos reaccionario, conservador, federal, anarquista... En todo caso, significó "un auténtico desafío al poder oficial del Estado-nación" (15).

Historiadores como Josep Termes o Félix Cucurrull (16) han resaltado los orígenes populares del catalanismo político, de manera que esos sectores habrían puesto los cimientos de una conciencia nacional desde la resistencia y el mantenimiento de una identidad propia, antes que la burguesía lo hiciera a finales del XIX. Entre los sectores populares hubo también diversidad de planteamientos, incluso entre quienes apelaban al federalismo, y en los que el idioma jugó un papel importante. Y entre esa diversidad se encontraba la propuesta que Valentí Almirall hizo a través de su proyecto regionalista, hecho desde la conciencia de las dificultades de encaje con España. 


Un momento importante fue 1892, con la elaboración del documento conocido como Bases de Manresa, que conformó un programa político y una línea de actuación específica de claro carácter burgués y conservador, a la vez que pactista en relación al gobierno central. Si ese pactismo estaba enraizado en una tradición de siglos, también hay que entenderlo en un contexto específico, derivado en parte de la crisis finisecular, pero también del entramado de relaciones económicas, con los consiguientes intereses, que la burguesía catalana había ido tejiendo con el resto de los territorios del estado. Así se entendería su ataque frontal al separatismo y su opción por una estructura territorial descentralizada. La Lliga Regionalista pasó a convertirse desde principios del siglo XX en un referente político básico, sobre todo desde 1914, cuando capitalizó la constitución de la Mancomunitat de Catalunya. Francesc Cambó y Enric Prat de la Riba emergieron como sus líderes, el primero como interlocutor del partido en Madrid (llegando a ser ministro en dos ocasiones entre 1918 y 1922) y el segundo como primer presidente de la Mancomunitat.


La formación en 1906 de Solidaritat Catalana, una amalgama de grupos que incluía un arco variopinto que iba desde el carlismo hasta los republicanos federales, pasando por la Lliga y con apoyos incluso en algunos sectores libertarios, fue el primer paso para romper abrumadoramente la hegemonía de los partidos dinásticos. Y en cuanto a la formación de la Mancomunitat conviene matizar que en realidad fue más producto de un acuerdo de Solidaritat Catalana con los partidos dinásticos, especialmente el liberal (17). Tampoco está de más mencionar la existencia dentro del movimiento anarquista de una corriente sensible al catalanismo, como el caso del grupo Avenir, que revindicó el uso de la lengua (18).  


Vaivenes políticos y decantamientos de clase


Aunque Fontana no se detiene en el momento de la hegemonía de la Lliga y no hace referencia al periodo de la dictadura de Miguel Primo de Rivera, no está de más recordar el papel jugado por el ala conservadora del catalanismo en dos momentos de gran trascendencia, que dieron medida de su naturaleza. Uno fue 1917, en plena crisis del sistema de la Restauración, abandonando la Asamblea de Parlamentarios formada por los grupos de oposición tras la convocatoria de la huelga general por la CNT y la UGT. En los años siguientes, en plena conflictividad obrera, "la Lliga será, ante todo el partido de los patronos", como apuntó Tuñón de Lara (19). El otro, 1923, que acabó siendo en cierta medida un ensayo de lo que a partir de 1936 y, sobre todo, 1939 sucedió: su opción por el orden y el interés de clase, ayudando a aupar a Primo de Rivera con el golpe militar. Aunque en el transcurso de la dictadura se dio un distanciamiento tras la pronta disolución de la Mancomunitat, la postura inicial de la Lliga acabó pasándole una factura cara. 


En la segunda década se fue formando una corriente nacionalista más radical y de izquierda, diversa a su vez. Termes destaca uno de esos grupos, el Partit Republicá Catalá, que buscó insertarse en el mundo obrero desde el anarcosindicalismo, aunque "la violència social catalana fa impossible la virtualitat d'aquesta alliança" (20). En los años de la dictadura esa corriente fue ganando terreno, participando activamente en su derrocamiento. En el Pacto de San Sebastián de agosto de 1930 estuvieron presentes cuatro catalanes: tres eran de sendos partidos nacionalistas y el cuarto, Marcelino Domingo, antes del PRC y en ese momento ya del Partido Republicano Radical-Socialista. Días antes de la proclamación de la Segunda República se fundó ERC desde la unión de Estat Catalá, el Partit Republicano Catalá y el grupo L’Opinió, donde convivieron posiciones independentistas y autonomistas. Era el grupo político que mejor representaba los sectores sociales intermedios, sobre todo del mundo rabassaire, y que acabó hegemonizando los años siguientes.


Entre 1923 y 1931 también se formaron grupos obreros con mayor o menor grado de catalanismo, como Unió Socialista de Catalunya, la Federación Comunista Catalano-Balear, el Partit Comunista Catalá y, de la unión de estos dos últimos, el Bloc Obrer y Camperol. Ya durante la república surgieron nuevos grupos, como el Partit Catalá Proletari; en 1935 Cataluña fue escenario de la unificación en el POUM del BOC e Izquierda Comunista, donde tuvo mayor pujanza; y en 1936 se fundó el PSUC, fruto de la unión de dos grupos nacionalistas (USC y PCP) y las secciones del PSOE y el PCE. 


La IIª República es destacada por Fontana como el primer intento con posibilidad de crear solidariamente una nación española. Hace uso de unas palabras de Bosch Gimpera, pronunciadas en 1937, acerca de la creación de una España fruto "de la cooperación espontánea y de una unión cordial y libre". Es cierto que ya se estaba en plena contienda bélica, pero también lo es que la restauración de la Generalitat en 1931 y la aprobación del Estatuto de Autonomía en 1932 abrieron un horizonte nuevo. Hubo momentos difíciles y tensiones (en 1931, con la proclamación de la República Catalana o el recorte del Estatuto de Nuria; en 1934, con la derogación de la Ley de Contratos de Cultivo o el propio Estatuto), pero fue un importante avance. En todo caso, mientras los grupos de izquierda tendieron a la negociación y el acuerdo, la mayor hostilidad provino de los sectores nacionalistas españoles centralistas, mayoritarios
 en la derecha y en muchos casos abiertamente anticatalanes. 

La derrota republicana supuso también el fin del horizonte abierto en un nuevo modelo de estado. La burguesía catalana y los sectores conservadores de la sociedad se sumaron en bloque al nuevo régimen, repitiendo el ensayo de 1923. Los Cambó y compañía de la Lliga (rebautizada como catalana durante la república), los minoritarios sectores más retrógrados de la sociedad catalana y las huestes que participaron en la ocupación militar de Cataluña en 1939 camparon por sus respetos durante casi cuatro décadas. Fue el momento de “los catalanes de Franco” (21).


Fontana no se ha olvidado de recordar que la lucha antifranquista aunó la lucha nacional y la social, a la que se fueron sumando con el tiempo diferentes sectores sociales y políticos. Estaban quienes habían resistido desde el primer momento. También participaron las nuevas generaciones, descendientes en mayor medida del bando perdedor, pero no faltaron del bando vencedor, como confesó años después en sus memorias Esther Tusquets, escribiendo que “yo, hija de los vencedores, a pesar de haber gozado de todos los privilegios y todas sus ventajas, pertenecía al bando de los vencidos” (22). Y no faltaron tampoco las nuevas generaciones de inmigrantes asentadas desde los años cincuenta en las zonas industriales, que en amplios sectores participaron muy activamente en las luchas obreras y vecinales, y llegaron a asumir la reivindicación de la autonomía. A finales del franquismo la Asamblea de Cataluña fue la expresión de la voluntad unitaria existente en la gran diversidad de grupos de la oposición al régimen, donde participaban actores políticos, sociales y culturales. El PSUC quizás fuera el grupo político que mejor representó las aspiraciones políticas, democráticas y nacionales, y sociales.  


Llegada la Transición, Fontana hace una crítica rotunda a la falta de miras de quienes no han sabido interpretar con dimensión histórica los pactos de la Constitución de 1978 y del Estatuto de 1979. Lejos de una lectura abierta de esos textos legales, por parte de las fuerzas que controlan los poderes del estado se tendió a mantener una postura restrictiva. No menciona Fontana, por ejemplo, lo que significó la LOAPA de 1982, que fue la primera de las muestras de esa actitud. Al final de su escrito se queda en lo ocurrido durante la primera década de este siglo y el fin del proyecto de convivencia abierto con la Transición. En la suma de agravios recientes de la que habla no se extiende en detalles, pese a que entre ellos se encuentra lo ocurrido con el actual Estatut. Aprobado en 2005 en el Parlament por todos los grupos, excepto el PP, fue modificado en 2006 en las Cortes españolas, esta vez también con la abstención de ERC, que finalmente en el plebiscito pidió el voto negativo. Lo peor vino en 2010, cuando el Tribunal Constitucional, dictaminando sobre un recurso del PP, sentenció la inconstitucionalidad de buena parte de su contenido, llegando a calificar al preámbulo de "ineficacia jurídica" y negando el término nación para Cataluña. 

Un sentimiento de frustración colectiva muy arraigado


Que en la Diada de 2012 salieran a la calle cientos de miles de personas pidiendo la independencia, que los sondeos de opinión muestren un deseo creciente por esa opción o que la cadena humana organizada para la Diada pasada fuera un éxito, no dejan de ser una constatación de su dimensión. Lo más importante, en todo caso, es el anhelo de autodeterminación, cuya puesta en práctica ha de dar la medida del deseo colectivo.


Aunque haya sido CiU el grupo que ha hegemonizado en mayor medida y tiempo la segunda etapa de la autonomía en Cataluña, nunca ha faltado la pluralidad en los asientos parlamentarios tanto en Barcelona como en Madrid. La realidad social y política sigue siendo muy diversa, algo que viene de lejos. Una diversidad donde ha prevalecido la presencia de grupos que han manifestado sin rodeos la identidad catalana en sus distintas formas. En la actualidad lo han hecho CDC, ERC, ICV-EUiA o las CUP. El caso de UDC es revelador de su mayor proximidad a los sectores burgueses y de ahí sus dudas sobre el futuro tras la consulta anunciada. Lo que hagan CDC y UDC, juntos o por separado, sólo lo sabremos cuando llegue el momento, aun cuando exista el precedente de la Lliga en otro tiempo. En cuanto al PSC no le ha faltado haber apoyado una consulta, aunque ahora, ante la disyuntiva de lo acordado, se esté debatiendo entre sus dos almas. Otros grupos, como el PP y Ciutadans, representan la negación de la identidad nacional catalana per se. Son minoritarios social y electoralmente, y en su seno coexisten sectores que optan por mantener el statu quo de 1979 y los que simplemente desearían un modelo de estado centralista.


Desde algunos sectores catalanes de izquierda se defiende que la actual situación sólo favorece a la derecha catalana y, por tanto, al modelo neoliberal dominante en el conjunto del estado. No se identifican con el movimiento soberanista que está haciendo de la autodeterminación una prioridad. Se oponen al independentismo, a la vez que defiende la opción federal, lo que es legítimo, pero no es incompatible con el derecho a decidir. Es cierto que una parte de los sectores populares, sobre todo entre quienes provienen de la inmigración de los años del franquismo, se orienta hacia la inhibición o hacia los grupos de identidad española. Pero no podemos negar la amplitud del movimiento soberanista, que incluye a amplios sectores populares, y tampoco su naturaleza democrática. Desde la izquierda, además, puede abrir otras perspectivas, al dirigirse sobre uno de los pilares del actual sistema, como es el del modelo territorial.    

Fontana ha evitado reducir el nacionalismo a un grupo social concreto y que las aspiraciones políticas no tengan por qué ir siempre en la misma dirección. Ha dejado constancia, dentro de su profundo conocimiento de la historia, que en Cataluña se ha mantenido desde hace dos siglos y medio una corriente profunda de identidad y que precisamente han sido los sectores populares los que han formado parte de ella de una forma permanente y activa. Por eso nos recuerda a los milicianos de 1841 o a su propia historia familiar, la misma que le permitió disponer de una conciencia de identidad en el contexto del primer franquismo. 


Notas bibliográficas
     
(1) En catalán se puede acceder a través de la página electrónica del Instituto de Estudios Catalanes http://www.iec.cat/activitats/documents/Conferencia_Fontana.pdf (consultado el 19-12-2013).
(2) Soboul, Albert (1987), La revolución francesa. Principios ideológicos y protagonistas colectivos, Crítica, Barcelona, pp. 58-63.
(3) Maravall, José Antonio (1979), Las Comunidades de Castilla. Una primera revolución moderna, Alianza, Madrid. Otra obra destacable que apunta en la misma dirección es la de Joseph Pérez (1979), La revolución de las Comunidades de Castilla (1520-1521), Siglo XXI, Madrid.
(4) Fontana cita de Joaquim Albareda varios escritos anteriores a la obra más reciente La Guerra de Sucesión en España, Crítica, Barcelona, 2010; del mismo autor, “La Guerra de Successió i el seu marc historic”, en  Ivs Fvgit,  n. 13-14, 2004-2006, pp. 251-265, http://ifc.dpz.es/recursos/ publicaciones/27/26/15.Albareda.pdf (consultado el 22-12-2013). 
(5) Entrevista a Joaquim Albareda, El País, 22-05-2010, en http://elpais.com/diario/2010/05/22/ babelia/1274487142850215.html (consultado el 21-12-2013).
(6) Albareda, Joaquim (2010), La Guerra de Sucesión en España, Crítica, Barcelona, 2010.
(7) Malefakis, Edward (1976), Reforma agraria y revolución campesina en la España del siglo XX. Aruiel, Barcelona, pp. 154-156.
(8) Vilar, Pierre (1987 y 1988), Cataluña en la España moderna, 3 vv, Crítica, Barcelona.

(9) Vilar, Pierre (1988), Cataluña en la España moderna. La formación del capital comercial (v. 3 de la obra), Crítica, Barcelona, p. 452.
(10) Lluch, Ernest (1999), Las Españas vencidas del siglo XVIII, Crítica, Barcelona, p. 217. 
(11) Vicens Vives, Jaime (197), "Coyuntura económica y reformismo burgués", en Coyuntura económica y reformismo burgués. Y otros estudios de Historia de España, Ariel, Barcelona, pp. (12) Fontana, Josep (1975), "Formación del mercado nacional y toma de conciencia de la burguesía", en Cambio económico y actitudes políticas en la España del siglo XIX, Ariel, Barcelona, p. 49. Del mismo autor también estás la obra La quiebra de la monarquía absoluta, Ariel, Barcelona, 1974. 
(13) Simó, Antoni (2006), "Cataluña Moderna", en Albert Balcells (coord.), Historia de Cataluña, La esfera de los libros, Madrid.
(14) Sellier, Jean y Sellier, André (1998), Atlas de los pueblos de Europa occidental, Acento Editorial, Madrid, pp. 148-149.
(15) Riquer i Permanyer, Borja de (1999), “El surgimiento de las nuevas identidades contemporáneas: propuestas para una discusión”, en Ayer, n. 35, Marcial Pons, Madrid, p. 50.  
(16) Balcells, Albert (1991), El nacionalismo catalán, Historia 16, Madrid, pp. 18-20. 
(17) Balcells, Albert (2006), "Cataluña Contemporánea", en Albert Balcells (coord.), Historia de Cataluña, La esfera de los libros, Madrid, p. 697.
(18) Íñiguez, Miguel (2001),  Esbozo de una Enciclopedia histórica del anarquismo español, Fundación de Estudios Anselmo Lorenzo, Madrid, p. 60; y Balcells, Albert (2006), "Cataluña Contemporánea", en Albert Balcells (coord.), Historia de Cataluña, La esfera de los libros, Madrid, p. 682.  
(19) Tuñón de Lara, Manuel (1992), Poder y sociedad en España, 1900-1931, Espasa Calpe, Madrid, p. 58. 
(20) Termes, Josep (2011), "Perspectiva social del catalanismo", en VIA, n. 12, p. 181, http://www.jordipujol.cat/files/articles/JTermes.pdf (consultado el 21-12-2013).
(21) Riera, Ignasi (1999), Los catalanes de Franco, Plaza y Janés, Barcelona.
(22) Tusquets, Esther (2008), Habíamos ganado la guerra, Zeta, Barcelona, p. 220.   



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Este artículo ha sido publicado el 24 de diciembre de 2013 en Rebelión.