miércoles, 1 de marzo de 2017

La izquierda durante la Transición. En busca de una explicación de la derrota política

Se trata de la segunda comunicación enviada al Congreso “Las otra protagonistas de la Transición. Izquierda radical y movilizaciones sociales”, celebrado en Madrid durante los días 24 y 25, y cuyo texto no tiene notas a pie de página por ser parte de las condiciones de participación. Puede verse también en la página electrónica del Congreso, dentro de la mesa "La izquierda radical como impulsora del cambio político". Hace poco más de un par de años, a finales de 2014, ya publiqué un artículo con el mismo título, más extenso y base de la comunicación. Se trataba, más concretamente, de la introducción inicial del trabajo realizado sobre el PTE y la JGR en Salamanca y que, por distintas razones, preferí no incluirlo.



El resultado final de la lucha de la izquierda radical durante la Transición fue una derrota política, aunque se pueden hacer algunas matizaciones. Salvo en el País Vasco, en su mayor parte actuó en el ámbito del conjunto del estado, con unos resultados electorales que fueron muy modestos y una influencia social que fue bastante limitada, por lo que su derrota fue evidente. Nos preguntamos ahora cuáles fueron las causas y si éstas lo fueron por sus propios errores, por circunstancias políticas y sociales poco propicias o por ambas cosas a la vez.

Los cambios sociales y económicos

Se ha escrito mucho acerca de los cambios profundos en la sociedad española desde finales de los 50 como elemento central para comprender la Transición. El giro dado en la política económica del gobierno, con las medidas estabilizadoras, la apertura al exterior y la aplicación de los planes de desarrollo, acabó ayudando a crear las condiciones para que fuera cambiando la mentalidad de la población. El proceso de industrialización y urbanización, el descenso de la población agraria, la aparición de una nueva clase obrera, la extensión en número de las clases medias, el aumento del nivel cultural, la mayor incorporación de las mujeres al trabajo extradoméstico, la creciente secularización de la vida cotidiana o el contacto con otras culturas, entre otros factores, fueron creando un clima social más proclive a la necesidad de cambio político. Paralelamente los fundamentos ideológicos y las instituciones del régimen fueron quedando como elementos caducos, especialmente entre la gente joven, que fue mostrando una actitud creciente de rebeldía en lo político y en el modo de vida. La crisis económica de 1973 acabó siendo un factor de agravamiento, cuando no de precipitación, de la crisis política del régimen.

Esto ha servido de base en el campo de la Sociología y la Ciencia Política para explicar el comportamiento moderado de la mayor parte de la población española durante los años de la Transición y con ello el fracaso de las opciones políticas más extremas. Una moderación que afectó también a buena parte de la clase obrera surgida en el proceso de industrialización de los 60, pese a la existencia de un gran dinamismo movilizador en su seno y la radicalidad de algunos sectores.

Los ideólogos del tardofranquismo asociaron el régimen con una tarea modernizadora pendiente y el propio Franco llegó a decir que su mejor monumento había sido la clase media española. La información que aportaron esas dos nacientes disciplinas en las universidades españolas fue inteligentemente utilizada desde algunos círculos del poder, especialmente los vinculados a Suárez. Celebradas las elecciones de 1977 y aprobada la Constitución de 1978, fueron saliendo a la luz diversos trabajos en torno a la cultura y las actitudes políticas de la sociedad, algunas de cuyas conclusiones sirvieron de base para justificar la estrategia política del PSOE en los años siguientes.

La percepción de la izquierda radical desde la sociedad

Si se ha tendido a diseccionar los grupos de izquierda radical a través de sus planteamientos políticos, sus formas organizativas, su estilo de trabajo y sus objetivos, corresponde ver también cómo fueron percibidos por la sociedad de su tiempo y los grupos sociales a los que se dirigió preferentemente.

En un Informe de principios de 1977 para la Presidencia del Gobierno se apostó por la oportunidad de la legalización del PCE. Se decía también que eso “deslindaría al PC de otros grupos más a la izquierda que conviene claramente excluir”. Del hecho de que tras la semana negra de enero de 1977 una de las respuestas del gobierno fuera ordenar redadas contra la militancia de grupos de la izquierda radical, puede deducirse que se les prestaba atención.

Los tanteos de Suárez para entrevistarse con Carrillo fructificaron en el encuentro de principios de 1977, cuando escenificaron en secreto un pacto político de hondo calado: la legalización a cambio de la aceptación de la monarquía. El gobierno de Suárez cerraba, así, el círculo de la reforma, superado el fracaso del gobierno de Arias Navarro un año antes.

En el Informe Foessa 1978 se reflejaba una media de 5’64 en la autoubicación político-ideológica de la población a finales de 1976, lo que situaba a nuestro país en los niveles de buena parte de los países europeos occidentales. País Vasco-Navarra y Barcelona tenían una media, respectivamente, de 4’79 y 4’86, dentro de los niveles de Italia (4’69) y Francia (5’05). Por bloques políticos en el centro se situaba casi al 50% de la población, cuando en la mayoría de los otros países rondaba la tercera parte. Por su parte, el 22% estaba en las posiciones de izquierda, lejos de Italia (43%), Francia (41%), Bélgica (36%) o Gran Bretaña (35%). Por territorios en País Vasco-Navarra y Barcelona un 40% se autoubicaba en la izquierda, mientras que en Castilla la Vieja no llegaba al 20% y en Castilla la Nueva sólo un 9%. La izquierda radical atraía al 10% en las zonas más industrializadas, como ocurría en Países Bajos y Bélgica, pero estaban por debajo de Gran Bretaña y Francia (16%), e Italia (18%).

Los resultados de las elecciones de 1977 y 1979 reflejaron en gran medida esa orientación. Triunfaron las opciones moderadas en torno al centro político (UCD, PSOE, PDC/CiU y PNV), que sumaron el 70% de los votos. Pero fueron una gran decepción para los grupos comunistas, desde el PCE-PSUC (9’4% y 10’8%) hasta los de izquierda radical (sumaron 2’2% y 5’8%). Sólo el PSUC obtuvo resultados aceptables (18’3% y 17’4%), pero siempre por debajo del PSC-PSOE.

Allí donde los grupos de izquierda radical obtuvieron mejores resultados, el PCE estuvo por debajo (País Vasco y Navarra) y en algunas zonas, como Andalucía, llegaron a horadar en su electorado. Consiguieron más apoyos en Navarra (17,7% y 15,3%) y País Vasco (8% y 25,9%), destacando HB en éste en 1979 (15%).

En las elecciones municipales de abril de 1979 los resultados mejoraron para el conjunto de la izquierda, desde la más moderada hasta la más radical. El PCE-PSUC (12,7%) tuvo un 18% de subida relativa, y el PTE y la ORT (2,5%), casi la tercera parte, con representación en numerosos municipios y en algunos hasta alcanzando la alcaldía.

Cabe preguntarnos el porqué de unos resultados tan exiguos para la izquierda radical.

La acción represiva del estado

Veamos el caso de Valladolid, que desde finales del franquismo conoció una gran conflictividad laboral, universitaria y vecinal. Según un informe de 1975 del Gobierno Civil, acerca de la sensibilidad política de la población, la izquierda y el centro-izquierda gozaban de un 35% de simpatía en el centro de la ciudad y el 50% en los barrios; y la extrema izquierda, respectivamente, el 5% y el 10%. Resulta evidente que existía preocupación en las autoridades, teniendo en cuenta la relevancia de los conflictos y su eco en la opinión pública.

Sin embargo, en 1977 los resultados electorales fueron exiguos para la izquierda radical (1,9%), bastante modestos para el conjunto de grupos comunistas (9,2%) y por debajo de la derecha en la suma de todos los grupos de izquierda (48,2%). En 1979 mejoraron algo los resultados de los grupos comunistas: 13,9% en total, con el 9,2% del PCE y el 4,4% de la extrema izquierda. Pero el conjunto de la izquierda (47,9%) siguió por debajo de la derecha. Algo cambió la situación en las elecciones municipales: los grupos de izquierda globalmente superaron a los de derecha: 58,2% frete al 41,8%; el PCE obtuvo un 13,1% y los grupos de izquierda radical, separados, el 5,3%, sumando entre todos el 18,4%.

¿Qué ocurrió en otras áreas industrializadas del país? Xavier Domènech ha estudiado la dimensión política del movimiento huelguístico y vecinal de las zonas más conflictivas en el primer semestre de 1976. Lo ha calificado de clara naturaleza rupturista, capaz de acabar con el gobierno de Arias Navarro y obligar a su sucesor a introducir medidas políticas más atrevidas, como el primer decreto de amnistía, la legalización de partidos políticos o el proyecto definitivo de reforma.

Estos meses fueron los de mayor y más variado movimiento reivindicativo habido durante el franquismo y la Transición. Confluyeron huelgas de la clase obrera urbana y rural, reivindicaciones vecinales, protestas y huelgas estudiantiles, y hasta movilizaciones de pequeños agricultores y ganaderos. Habría que añadir conflictos propiamente políticos, como la lucha por la amnistía o los de carácter nacionalista y autonomista. No faltaron las acciones armadas de las dos ramas de ETA y en menor medida del incipiente GRAPO.

La razón de que este movimiento no se extendiera más habría que buscarla en diversos factores, pero la acción del aparato represivo no fue ajena. La matanza de Vitoria, con cinco muertes, marcó uno de los puntos culminantes, pero en 1976 hubo al menos 18 muertes sólo de huelguistas y manifestantes, a lo que habría que unir numerosas personas heridas y torturadas, un incontable número de detenciones y la militarización de algunos servicios públicos. Hubo zonas fuertemente castigadas, en especial País Vasco y Navarra (que sumaron 12 muertes), pero también Madrid, Barcelona, Alicante, Canarias y varias provincias andaluzas.

La intervención de las potencias occidentales

El interés geoestratégico de EEUU desde 1945 permitió la estabilidad del régimen y facilitó su longevidad. Ése fue el significado de los acuerdos bilaterales firmados desde 1951. Su interés por controlar la sucesión de Franco tenía el objetivo de garantizar una estabilidad política que evitara poner en peligro dicho papel geoestratégico.

La Revolución de los Claveles portuguesa de 1974 había hecho saltar las alarmas, dada la radicalidad que alcanzó en los primeros momentos. La reconducción del proceso revolucionario portugués y el diseño de la Transición española corrieron paralelos desde 1975, aun cuando partieran de situaciones distintas. En todo caso, lo que estaba ocurriendo en la Península Ibérica habría que englobarlo dentro del conjunto de intereses de EEUU en el Mediterráneo, donde también había que contar con países como Italia y Grecia. El diseño de la Transición buscó apartar a la población de las tentaciones radicales para llevar al régimen franquista hacia otro nuevo, a la vez que mantener el alineamiento de España con el bloque occidental. Ese régimen nuevo sería de más libertades, pero no se preveía legalizar a los grupos comunistas.

EEUU intervino a través de enviados oficiales directos, la embajada en Madrid o la propia CIA. Utilizaron agentes de los servicios de espionaje españoles (SECED), refugiados de grupos de extrema derecha, militantes de la extrema derecha española y hasta militantes de grupos políticos de la oposición, tanto moderados como, según algunas fuentes, armados de extrema izquierda. También intervinieron muy activamente la Internacional Socialista y dentro de ella, el SPD alemán, así como políticos relevantes del momento, como el Giscard D’Estaing o Smith.

Tampoco faltó la intervención de la Comisión Trilateral, cuyos primeros integrantes españoles fueron personajes relevantes del mundo empresarial y profesional con conexiones con el mundo político. No sería desacertado establecer una correlación entre el proceso de reforma del régimen y su mayor influencia en el mundo de la política. Muy vinculada con la presidencia de Carter y con mayor sensibilidad por la democratización de los países, los gobiernos centro-reformistas de Suárez coincidieron con el mandato de Carter y la dimisión forzada del primero en 1981 se produjo tras el acceso de Reagan a la presidencia. Muchas de todas estas actuaciones fueron sordas y apenas perceptibles en su momento, aunque hoy son más reconocibles a la luz de documentos, testimonios e investigaciones aparecidas.

Y relacionado con todo tenemos que destacar al PSOE renovado, cuyo papel acabó siendo primordial. En un proceso corto, pero efectivo, y con la consiguiente ayuda política y financiera fue atrayendo a personas de diversos ámbitos: viejos militantes, dentro del papel simbólico de legitimación de las siglas; personas poco comprometidas en la lucha contra la dictadura, pero linces a la hora de olfatear las posibilidades de promoción social; y pequeños grupos socialistas, algunos de tinte nacionalista, que aportaron importantes cuadros políticos.

La estrategia del PSOE renovado se inició con la negativa a integrarse en la Junta Democrática (1974) y le siguió la creación de la Plataforma de Convergencia Democrática (1975), que no recogía ni la formación de un gobierno provisional ni una consulta sobre la forma de la jefatura de estado. Una moderación práctica teñida de radicalidad programática (socialismo autogestionario, república, autodeterminación…) que acabó convirtiéndose en el contrapunto más adecuado de la estrategia reformista del régimen, dirigida desde el verano de 1976 por Suárez. El PSOE recreado y la recién creada UCD fueron de hecho “sucursales de un centro estratégico supranacional”, con estrategias electorales prefabricadas en EEUU traídas por personajes “traídos y teledirigidos” para cumplir ese papel. González y Suárez fueron, por distintas razones, los ganadores de las elecciones de 1977.

Una normativa electoral de control político

Los resultados de las elecciones de 1977 fueron, en gran medida, la plasmación de un diseño político abierto y flexible, pero controlado. Si la acción represiva del estado inculcó en amplios sectores de la población suficientes dosis de miedo, la normativa electoral marcó los límites, condicionando, cuando no manipulando, la representación política.

El decreto electoral de marzo de 1977, siguiendo la Ley para la Reforma Política, estableció un doble sistema de elección (proporcional, para el Congreso, y mayoritario, para el Senado), la provincia como circunscripción y unos correctivos en la representación. A ello se unían la fórmula D’Hondt, un Congreso reducido de 350 miembros, el mínimo de dos escaños por provincia y el añadido de una jornada de reflexión.

En un ejercicio de ingeniería político-electoral se ideó un Congreso que posibilitara obtener la mayoría absoluta con el 35-36% de los votos, lo que explica la sobrerrepresentación de las provincias menos pobladas, tradicionalmente las más conservadoras, y la infrarrepresentación de las de más población. Años después Herrero de Miñón se refirió al decreto electoral como una forma de “evitar que el PCE pudiera tener un grupo parlamentario que se correspondiera con la fuerza política que se pensaba podía alcanzar”. Calvo-Sotelo, a su vez, recordó el manejo del PSOE como contrapeso del PCE.

Alejado el fantasma del sistema mayoritario para el Congreso, los grupos de oposición moderados y el propio PCE aceptaron el citado decreto, que incluía, así mismo, un Senado elegido por sistema mayoritario y la presencia de 40 senadores y senadoras por designación real. Todos lo aceptaron en la medida que les permitiría alcanzar, según sus previsiones, la representación deseada.

Los beneficios en el Congreso para UCD y PSOE lo fueron, por un lado, en la relación entre el porcentaje de votos y el de escaños, y, por otro, en el valor de cada escaño. Esto último también benefició a PDC/CiU y PNV, de los que, dado el carácter político conservador, quizás se previera el papel moderado que debieran jugar en sus respectivos territorios. De hecho, aunque formaron parte de la oposición moderada al franquismo, estuvieron entre los primeros que llegaron a acuerdos con el gobierno de Suárez tras el referéndum de la reforma. Sólo el PNV mantuvo un pulso político durante el debate y aprobación de la Constitución, en la que se abstuvo, a lo que no es ajeno el condicionante de una izquierda nacionalista radical con bastante peso político y electoral. Aun con eso, el PNV fue, junto con el PSE/PSOE, el impulsor del Estatuto de Autonomía de 1979.

El sistema electoral acabó condicionando para que el electorado se decantase por opciones más seguras en la representación, en mayor medida en las circunscripciones de menor población. En 1979 había 32 provincias que elegían entre 3 y 6 escaños cada una, aportando el 40% de escaños del Congreso y representando al 32% del electorado. En las 15 que elegían 3 ó 4 escaños, UCD ganó en todas, obteniendo un total de 38 escaños, frente a 14 del PSOE, 1 de CiU y 1 de PNV.

El PCE-PSUC fue uno de los grandes perjudicados en este aspecto, al obtener en 1977 el 5’7% de los escaños frente al 9’4% de los votos, mientras que UCD y PSOE superaban los escaños sobre los votos en 12’8 y 4’4 puntos, respectivamente. En cuanto al valor de cada escaño, no fue el mismo para todos los partidos. De nuevo el PCEPSUC y los grupos de la izquierda radical se vieron claramente perjudicados.

Fragmentación y sectarismo de la izquierda radical

Se ha planteado la incompatibilidad de este tipo de grupos con la participación institucional, en la medida que se requiere de la capacidad de diálogo y de acuerdos que niegan. En su mayoría aceptaron la participación electoral, pese a las dificultades en 1977 de presentarse estando ilegalizados. La ORT y el PTE fueron los que más apostaron por la representación electoral, que resultó fallida en el Congreso, pero que tuvo ciertos réditos en los ayuntamientos, donde llegaron a cosechar 889 cargos municipales y 71 alcaldías.

La gran atomización, con el añadido de la presencia de los grupos nacionalistas en algunos territorios, afectó negativamente. Una división que expresaba en gran medida un elevado grado de sectarismo y que se extendió incluso en el plano de las organizaciones de masas y especialmente las sindicales. Como ocurrió en CCOO, que sufrió a finales de 1976 una ruptura desde el PTE y la ORT, que acabaron impulsando en 1977 sus propios sindicatos: la CSUT y el SU, respectivamente.

Un intento de superar esa división fue la fusión del PTE y la ORT en 1979, la más importante en esa dirección, pero llegó tarde, con direcciones y militancias cansadas, y además con un PTE en proceso de replanteamiento político. Las conversaciones previas a la unificación reflejaron esa situación y lo que vino después fueron desencuentros, enfrentamientos y desconfianza mutua. Pesaron sus orígenes diferentes, pero también análisis de la realidad y planteamientos políticos y organizativos divergentes.

El esfuerzo de final

Los resultados del referéndum de diciembre de 1976, que abrieron la carrera preelectoral de casi todos los grupos, no impidieron que las movilizaciones continuaran. La conflictividad laboral persistió en la mayor parte de las zonas industriales y en las comarcas latifundistas andaluzas, y País Vasco conoció las de la amnistía.

Aunque en 1977 hubo un descenso en el número de huelguistas (no en jornadas perdidas), en los dos años siguientes volvió a aumentar. Y aquí entró en juego la acción de la izquierda radical y los diferentes sindicatos. La CSUT (PTE), el SU (ORT), el sector crítico de CCOO (LCR, MC), los sindicatos nacionalistas e incluso la renaciente CNT movilizaron a amplios sectores de la clase obrera, desobedeciendo las consignas de moderación de las direcciones de CCOO y UGT.

En algunos estudios se ha querido demostrar el carácter moderado de la clase obrera española, lo que entroncaría con el comportamiento general de la sociedad española durante la Transición, pero conviene, no obstante, matizar algunas cosas. En la encuesta del CIS de 1981 sobre el movimiento obrero de Madrid y Barcelona y su posicionamiento ante la Transición, la mayoría valoró que la correlación de fuerzas impidió que se produjera la ruptura democrática, si bien un 39% optó por manifestar que se perdió una oportunidad de crear una democracia más avanzada. En Barcelona y entre la afiliación de CCOO predominó más esta última opción. Sobre el sistema económico las respuestas no dejan lugar a dudas de su valoración negativa: en Barcelona y entre la afiliación de CCOO alcanzó niveles de casi unanimidad. Sobre el papel que jugaron los sindicatos en los Pactos de la Moncloa el posicionamiento resultó en general crítico, si bien con una postura más complaciente con sus dirigentes en la afiliación de CCOO de Madrid y ligeramente más crítica en la de UGT, esto es, en la línea de la estrategia política de sus partidos matrices: el PCE, como gran defensor del consenso con el gobierno y los Pactos de la Moncloa; el PSOE, más en su papel de alternativa, con una mayor oposición, aun cuando se viera abocado a firmar dichos pactos.

La conflictividad de carácter político no tuvo la misma dimensión, a lo contribuyeron dos factores. Uno, el hecho nacional, que diferenciaba a los grupos de ámbito estatal de los nacionalistas. Y el otro, la Constitución, que acabó incorporando al PTE y la ORT al consenso constitucional. Pese a ello, tenían muchos puntos coincidentes entre sí, lo que les llevó a desarrollar acciones conjuntas, como las relacionadas con la represión policial, en mayor medida las habidas en País Vasco y Navarra.

Las diferencias en el hecho nacional afectaron también a los propios grupos nacionalistas. En País Vasco y Navarra derivaron de las estrategias políticas que defendían ETAp-m y EE-EIA, por un lado, y ETAm y HB, por otro. Cataluña también conoció disensiones, pero con una influencia política bastante menor. En Galicia el espacio de izquierda radical del nacionalismo lo representó el BNPG, nucleado en torno a la UPG, pero con una representación institucional limitada. En Canarias hubo varios grupos nacionalistas de izquierda radical, no todos independentistas, que se agruparon en 1979 en UPC.

Los grupos de ámbito estatal apoyaron e impulsaron las demandas de estatutos de autonomía (Andalucía, el País Valenciano, Castilla y León, etc.). El PTE y el MC fueron los que más empeño pusieron, acabando incluso por adaptar su organización interna a la opción federal y cambiando la denominación en cada territorio.

Desde el PTE se hicieron propuestas atrevidas, originales y en algún caso con cierto grado de ambigüedad. Isidoro Moreno acuñó el concepto de nacionalismo emergente, que en el caso andaluz asumieron el PTA y el SOC, y el PTE de Madrid propuso un estatuto de autonomía. En el posicionamiento ante la Constitución se sumó al pacto constitucional, pero defendió para el País Vasco la abstención, lo que, calificativos aparte, buscaba marcar el hecho diferencial de ese territorio sobre el resto. No faltó su activa involucración en los incipientes movimientos ecologista, antinuclear, antimilitarista, etc. En 1980, por iniciativa de Eladio García Castro y Enrique Palazuelos, apareció el documento “Una fuerza nueva para una nueva civilización”, en el que se hacía un replanteamiento de la lucha política desde el análisis de la nueva realidad económica y la aparición de los nuevos movimientos sociales.

Hubo mayor coincidencia en la izquierda radical cuando denunció la represión del estado. Sin entrar en la relacionada con las diversas ramas de ETA, se lanzaron críticas muy duras contra el aparato policial, que actuó con gran dureza en las manifestaciones, pero también en actos festivos, ocupaciones de latifundios, conflictos laborales, etc. No faltaron las provocaciones policiales y las infiltraciones en organizaciones. Fueron de nuevo País Vasco y Navarra los escenarios de mayor conflictividad, pero sin olvidar Andalucía y Cataluña.

Fue el momento, sin embargo, en que los grupos de ámbito estatal empezaron a perder influencia en favor de los nacionalistas. El llamado desencanto conllevaba frustración sobre las expectativas creadas, conciencia de la derrota, mayor atención a la privacidad... Lo que le siguió fue la pérdida de militancia, la desaparición del PTE y la ORT, la integración en el mundo profesional de buena parte de la dirigencia e incluso el abandono de la lucha política.

Las nuevas condiciones en que se ha ido desarrollando el capitalismo desde la década de los 80 influyeron de una manera importante, si no decisiva, en la reconfiguración de las relaciones sociales, y con ellas en la organización y la representación políticas de los sectores sociales que buscaban cambiar el sistema. Dentro de lo que Boltanski y Chiapello han denominado “crítica artista” y “crítica social”, como componentes básicos de los sectores sociopolíticos que buscan una alternativa al sistema capitalista, en esos años se produjo una clara disociación: la primera, más centrada en la libertad, cobró más fuerza que la segunda, más centrada en la igualdad.

En plena Transición, tras duros años de lucha contra la dictadura y los intentos por acomodarla a un sistema político más edulcorado, esa disociación se expresó en amplios sectores de la izquierda con la adopción de opciones políticas más moderadas y posibilistas, más centradas en la “crítica artista”. Los 14 años de gobierno del PSOE desde 1982, con su política neoliberal y atlantista, supusieron la culminación de eso último. Fue el triunfo de una Transición política que tuvo como final el mantenimiento del sistema capitalista y la “democracia controlada”.


(Imagen: tratamiento de un fragmento de una pegatina del PTE de 1978)