sábado, 13 de enero de 2018

Arqueros, guardametas, porteros, goleros..., en la literatura



















El fútbol siempre ha sido mi deporte favorito. Cosa muy normal en mi mundo y en mi generación. Desde edad muy temprana lo practiqué hasta bien entrados los treinta años. Luego hube de colgar las zapatillas ante la sucesión de pequeños percances que me ocasionaba. De niño vi cuantos partidos pude. Por televisión, al principio, en casas vecinas, pues en mi casa ese aparato llegó tarde. En directo, acudiendo al Calvario, como se llamaba el campo de fútbol de la Unión Deportiva Salamanca, próximo a mi casa. En vacaciones acudía a ver los entrenamientos del equipo y pude ver muchos partidos de la competición liguera, si bien en formas diversas. Al principio, en el balcón de casa, desde donde veíamos más la mitad del campo. Luego, interpuesto un maldito bloque de edificios, logré acceder a otro balcón, esta vez más próximo al campo. A veces intentaba entrar en el campo  con la ayuda de alguna persona mayor, a quien le preguntaba “¿me mete?” y me hacía pasar como su hijo. Más tarde, ya con 16 años y con la UDS inaugurando su estancia en la primera división, disfruté de un carnet gratuito por pertenecer a uno de sus equipos canteranos.   

Modestia aparte, no lo hacía mal, pudiendo jugar en cualquiera de las posiciones, incluida la de portero. Y como éste era un puesto especial, pues requería de habilidades muy concretas, acabé encerrándome en ese puesto cuando había que jugar competiciones oficiales. Una mezcla de resignación y de sentirme algo de héroe. Con posterioridad he pensado en más de una ocasión la razón por la que no fui más atrevido para reivindicarme como centrocampista o delantero, donde hubiera tenido más ocasiones de jugar que bajo los palos. Mi baja estatura y luego una miopía galopante acabaron dándome la puntilla, agotando mi ilusión, lógica para la edad, de haber querido emular al que era mi referente de entonces: Iríbar, el portero del Atlhletic de Bilbao y de la selección española.

En cierta ocasión, entre  1974 y 1975, cuando con 16 años jugaba (de reserva, claro) en el Real Monterrey, un compañero, del que no recuerdo su nombre, me regaló el poema de Miguel Hernández “Elegía al guardameta”. Era sabedor de mi preferencia por el poeta de Orihuela, pero ignoro cómo le llegaron unos versos que no dejaban de ser raros, más allá de los tan conocidos aquellos años de El rayo que no cesaViento del Pueblo o Cancionero y romancero de ausencias. Conservo el papel, que escribió a mano, aunque ya con la marca amarilla del paso del tiempo. 

Y precisamente hoy lo vuelto a tener en mis manos, guardado entre la famosa Antología del poeta editada por la bonaerense editorial Losada. Antes de hacerlo había estado leyendo una noticia del que fuera futbolista del Barça y el Inter de Milán en los años 50 y 60, Luis Suárez, en la que éste mencionaba a quien fue uno de sus entrenadores: Platko. De ahí me fui a Alberti, autor de su “Oda a Platko”, luego a Hernández y lo que vino finalmente fue indagar en la red buscando literatos que de una forma u otra han dedicado al fútbol algunos escritos y, más concretamente, a quienes en el campo tienen como misión impedir bajo los palos que  sus porterías sean batidas. Esto es, en sus diferentes denominaciones, los porteros, guardametas, arqueros, cancerberos… y hasta goleros, un término, este último, que desconocía, pero que debió de utilizarse mucho en América Latina.

Se trata de escritores bastante conocidos, con el común denominador de ser o haberlo sido (casi todos ya han fallecido) amantes de un deporte que levanta muchas pasiones –demasiadas, la verdad sea dicha-.  No he pretendido una búsqueda minuciosa de autores y textos. Apenas ha sido un ejercicio de entretenimiento, complementado por la curiosidad, al que le he dedicado unas pocas horas.


Patadas…

Al arco:–

El arquero esperaba de rodillas la pelota que corría hacia él como el niño que comienza a caminar y se precipita. Parecía que iba a darle un beso desalado sobre la mejilla sucia…

(Bernardo Canal Feijóo, 1924; en Penúltimo poema del fútbol, http://descontexto.blogspot.com.es/2016/04/penultimo-poema-del-futbol-de-bernardo.html).


El arco

Al arco!–

(Hay un secreto y húmedo entendimiento entre el arquero y la pelota).

La pelota, llena de la congoja del patadón cruel del jugador, se refugió en el vientre del arquero, que pareció envolverla en el consuelo de una dialéctica intestinal, toda desordenada y revuelta de ternuras y amenazas, con una mirada dura clavada sobre el jugador…

(Bernardo Canal Feijóo, 1924; en Penúltimo poema del fútbol, http://descontexto.blogspot.com.es/2016/04/penultimo-poema-del-futbol-de-bernardo.html).


Ansiedad
(El juego se agolpaba contra unos de los arcos, como en un peloteo a la pared. El arquero tenía ya empastelados los ojos, y aunque volvía las espaldas en las contorsiones bruscas, quedaba siempre mirando de frente como un búho idiota…).

(Bernardo Canal Feijóo, 1924; en Penúltimo poema del fútbol, http://descontexto.blogspot.com.es/2016/04/penultimo-poema-del-futbol-de-bernardo.html).


Oda a Platko

Ni el mar,
que frente a ti saltaba sin poder defenderte.
Ni la lluvia. Ni el viento, que era el que más rugía.

Ni el mar, ni el viento, Platko,
rubio Platko de sangre,
guardameta en el polvo,
pararrayos.

No, nadie, nadie, nadie.

Camisetas azules y blancas, sobre el aire.
Camisetas reales,
contrarias, contra ti, volando y arrastrándote.

Platko, Platko lejano,
rubio Platko tronchado,
tigre ardiente en la yerba de otro país.
¡Tú, llave, Platko, tu llave rota,
llave áurea caída ante el pórtico áureo!

No, nadie, nadie, nadie,
nadie se olvida, Platko.

Volvió su espalda al cielo.
Camisetas azules y granas flamearon,
apagadas sin viento.

El mar, vueltos los ojos,
se tumbó y nada dijo.
Sangrando en los ojales,
sangrando por ti, Platko,
por ti, sangre de Hungría,
sin tu sangre, tu impulso, tu parada, tu salto
temieron las insignias.

No, nadie, Platko, nadie,
nadie se olvida.

Fue la vuelta del mar.
Fueron diez rápidas banderas
incendiadas sin freno.
Fue la vuelta del viento.
La vuelta al corazón de la esperanza.
Fue tu vuelta.

Azul heroico y grana,
mando el aire en las venas.
Alas, alas celestes y blancas,
rotas alas, combatidas, sin plumas,
escalaron la yerba.

Y el aire tuvo piernas,
tronco, brazos, cabeza.

¡Y todo por ti, Platko,
rubio Platko de Hungría!

Y en tu honor, por tu vuelta,
porque volviste el pulso perdido a la pelea,
en el arco contrario al viento abrió una brecha.

Nadie, nadie se olvida.

El cielo, el mar, la lluvia lo recuerdan.
Las insignias.
Las doradas insignias, flores de los ojales,
cerradas, por ti abiertas.

No, nadie, nadie, nadie,
nadie se olvida, Platko.

Ni el final: tu salida,
oso rubio de sangre,
desmayada bandera en hombros por el campo.

¡Oh, Platko, Platko, Platko
tú, tan lejos de Hungría!

¿Qué mar hubiera sido capaz de no llorarte?

Nadie, nadie se olvida,
no, nadie, nadie, nadie.

(Rafael Alberti, 1928).


Elegía al guardameta
         
          A Lolo, sampedro joven en la portería del cielo de Orihuela

Tu grillo, por tus labios promotores,
de plata compostura,
árbitro, domador de jugadores,
director de bravura,
¿no silbará la muerte por ventura?

En el alpiste verde de sosiego,
de tiza galonado
para siempre quedó fuera del juego
sampedro, el apostado
en su puerta de cáñamo anudado.

Goles para enredar en sí, derrotas,
¿no la mundial moscarda?
que zumba por la punta de las botas,
ante su red aguarda
la portería aún, araña parda.

Entre las trabas que prendió la meta
de una esquina a otra esquina,
por su sexo al balón, a su bragueta
asomado, se arruina,
su redondez airosamente orina.

Delación de las faltas, mensajeras
de colores, plurales,
amparador del aire en vivos cueros,
en tu campo, imparciales,
agitaron de córner las señales.

Ante tu puerta se formó un tumulto
de breves pantalones
donde bailan los príapos su bulto
sin otros eslabones
que los de sus esclavas relaciones.

Combinada la brisa en su envoltura
bien, y mejor chutada,
la esfera terrenal de su figura
¡cómo! fue interceptada
por lo pez y fugaz de tu estirada.

Te sorprendió el fotógrafo el momento
más bello de tu historia
deportiva, tumbándote en el viento
para evitar victoria,
y un ventalle de palmas te aireó gloria.

Y te quedaste en la fotografía,
a un metro del alpiste,
con tu vida mejor en vilo, en vía
ya de tu muerte triste,
sin coger el balón que ya cogiste.

Fue un plongeón mortal. Con ¡cuánto tino!
y efecto, tu cabeza
dio al poste. Como un sexo femenino,
abrió la ligereza
del golpe una granada de tristeza.

Aplaudieron tu fin por tu jugada.
Tu gorra, sin visera,
de tu manida testa fue lanzada,
como oreja tercera,
al área que a tus pasos fue frontera.

Te arrancaron cogido por la punta,
el cabello del guante,
si inofensiva garra, ya difunta,
zarpa que a lo elegante
corroboraba tu actitud rampante.

¡Ay fiera! en tu jauleón medio de lino
se eliminó tu vida.
Nunca más, eficaz como un camino,
harás una salida
interrumpiendo el baile apolonida.

Inflamado en amor por los balones
sin mano que lo imante,
no implicarás su viento a tus riñones,
como un seno ambulante
escapado a los senos de tu amante.

Ya no pones obstáculos de mano
al ímpetu, a la bota
en los que el gol avanza. Pide en vano,
tu equipo en la derrota,
tus bien brincados saques de pelota.

A los penaltys que tan bien parabas
acechando tu acierto,
nadie más que la red le pone trabas,
porque nadie ha cubierto
el sitio, vivo, que has dejado, muerto.

El marcador, al número contrario,
le acumula en la frente
su sangre negra. Y ve el extraordinario,
el sampedro suplente,
vacío que dejó tu estilo ausente.

(Miguel Hernández, 1931).


Lo que le debo al fútbol

Sí, lo jugué varios años en la Universidad de Argel. Me parece que fue ayer. Pero cuando, en 1940, volví a calzarme los zapatos, me di cuenta de que no había sido ayer. Antes de terminar el primer tiempo, tenía la lengua como uno de esos perros con los que la gente se cruza a las dos de la tarde en Tizi-Ouzou. Fue, entonces, hace bastante tiempo, en 1928 para adelante, supongo. Hice mi debut con el club deportivo Montpensier. Sólo Dios sabe por qué, dado que yo vivía en Belcourt y el equipo de Belcourt-Mustapha era el Gallia.

Pero tenía un amigo, un tipo velludo, que nadaba en el puerto conmigo y jugaba waterpolo para Montpensier. Así es como a veces la vida de una persona queda determinada. Montpensier jugaba a menudo en los jardines de Manoeuvre, aparentemente por ninguna razón especial. El césped tenía en su haber más porrazos que la canilla de un centro forward visitante del estadio de Alenda, Orán. Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice derecha.

Pero al cabo de un año de porrazos y Montpensier en el “Lycée” me hicieron sentir avergonzado de mí mismo: un “universitario” debe jugar con la Universidad de Argel, RUA. En ese periodo, el tipo velludo ya había salido de mi vida. No nos habíamos peleado, sólo que ahora él prefería irse a nadar a Padovani donde el agua no era tan “pura”. Ni tampoco, para ser sincero, eran “puros” sus motivos. Personalmente, encontré que su motivo era “adorable”, aunque ella bailaba muy mal, lo que me parecía insoportable en una mujer. ¿Es el hombre, o no es, quien debe pisarle los dedos de los pies? El tipo velludo y yo prometimos volver a vernos. Pero los años fueron pasando. Mucho después comencé a frecuentar el restaurante de Padovani (por motivos “puros”) pero el tipo velludo se había casado con su paralítica, quien seguramente le prohibía bañarse, como suele ocurrir.

¿Pero qué es lo que estaba diciendo? Ah, sí, el RUA. Estaba encantado, lo importante para mí era jugar. Me devoraba la impaciencia del domingo al jueves, día de práctica, y del jueves al domingo, día del partido. Así fue como me uní a los universitarios. Y allí estaba yo, golero del equipo juvenil. Sí, todo parecía muy fácil. Pero no sabía que se acababa de establecer un vínculo de años, que abarcaría cada estadio de la provincia, y que nunca tendría fin.

No sabía entonces que veinte años después, en las calles de París e incluso en Buenos Aires (sí, me ha sucedido) la palabra RUA mencionada por un amigo con el que tropecé, me haría saltar el corazón tan tontamente como fuera posible. Y ya que estoy confesando mis secretos, debo admitir que en París, por ejemplo, voy a ver los partidos del Racing Club, al que convertí en mi favorito sólo porque usan las mismas camisas que el RUA, azul con rayas blancas. También debo decir que Racing tiene algunas de las mismas excentricidades que el RUA. Juega “científicamente”, pierde partidos que debería ganar. Parece que esto ahora ha cambiado (eso es lo que me escriben de Argel), cambiado -pero no mucho-. Después de todo, era por eso que quería tanto a mi equipo, no solo por la alegría de la victoria cuando estaba combinada con la fatiga que sigue al esfuerzo, sino también por el estúpido deseo de llorar en las noches luego de cada derrota.

Como zaguero está el “Grandote” -quiero decir Raymond Couard. Le dábamos bastante trabajo, si mal no recuerdo. Jugábamos duro. Los estudiantes, los nenes de papá, no escatiman nada. Pobres de nosotros -en todo sentido- ¡muchos nos burlábamos de la dureza de nuestros propios pies! No teníamos más remedio que admitirlo. Y teníamos que jugar “deportivamente”, porque ésa era la dorada regla del RUA, y “firmes”, porque, cuando todo está dicho y hecho, un hombre es un hombre. ¡Difícil compromiso! Eso no puede haber cambiado, estoy seguro.

El equipo más difícil era el Olympic Hussein Dey. El estadio quedaba detrás del cementerio. Ellos nos hicieron notar, sin piedad, que podíamos tener acceso directo. En cuanto a mí, ¡pobre golero!, vinieron por mi cadáver. Sin Roger ¡lo que hubiera sufrido! Estaba Boufarik, ese centro forward grande y gordo (entre nosotros lo llamábamos “Sandia”) se excusaba con un: “Lo siento nenito“ y una sonrisa franciscana.

No voy a seguir. Ya me excedí de mis límites. Y entonces, me pongo reblandecido. Hasta en “Sandía” veo bondad. Además, seamos sinceros, bien que esto era lo que habían enseñado. Y a esta altura, no quiero seguir bromeando. Porque, después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol, lo que aprendí con el RUA no puede morir. Preservémoslo. Preservemos esta gran y digna imagen de nuestra juventud. También estará vigilándolos a ustedes.



Habla, memoria

De todos los deportes que practiqué en Cambridge, el fútbol ha seguido siendo un viento claro en mitad de un período notablemente confuso. Me apasionaba jugar de portero. En Rusia y los países latinos ese intrépido arte ha estado rodeado siempre de un aura de singular luminosidad. Distante, solitario, impasible, el portero famoso es perseguido por las calles por niños en éxtasis. Está a la misma altura que el torero y el as de la aviación en lo que se refiere a la emocionada adulación que suscita. Su jersey, su gorra de visera, sus rodilleras, los guantes que asoman por el bolsillo trasero de sus pantalones cortos, lo colocan en un lugar aparte del resto. Es el águila solitaria, el hombre misterioso, el último defensor.

Los fotógrafos, doblando reverentemente una rodilla, le sacan instantáneas cuando se lanza espectacularmente en plancha hacia un extremo de la meta para desviar con la punta de los dedos un disparo raso y veloz como un rayo, y el estadio entero ruge de aprobación mientras él permanece unos instantes tendido en el mismo lugar donde ha caído, intacta aún su portería.

Oh, desde luego tuve mis días brillantes y vigorosos: el magnífico olor del césped, aquel famoso delantero del campeonato universitario que se me aproximaba cada vez más sorteando defensas, empujando el leonado balón con la punta de su centelleante bota, y después el disparo envenenado, la afortunada parada, la prolongada comezón… Pero hubo otras jornadas, más memorables, más esotéricas, bajo tristes cielos, con las inmediaciones de la meta convertidas en una masa de barro negro, el balón tan resbaladizo como un budín de ciruela, y mi cabeza despistada por la neuralgia, tras una noche insomne de versificación. En esos días apenas si daba malos manotazos y acababa recogiendo el balón junto a la red. Compasivamente el juego pasaba a desarrollarse en el otro extremo del encharcado terreno. Comenzaba a caer una llovizna cansina, vacilaba, y volvía a empezar.

El partido no era más que una vaga agitación de cabezas junto a la remota portería del St. John o del Christ College, o cualquiera que fuese nuestro rival. Los lejanos y confusos sonidos, un grito, un toque de silbato, el golpe seco de un chut, nada de todo aquello tenía importancia o relación conmigo. Ya no era tanto el guardián de una portería de fútbol como el guardián de un secreto.

Cruzados los brazos, apoyaba mi espalda en el poste izquierdo, disfrutaba del lujo de cerrar los ojos y escuchaba los latidos de mi corazón, notaba la ciega llovizna en mi cara, oía, alejados, los ruidos sueltos del partido, y me veía a mí mismo como un fabuloso ser exótico disfrazado de futbolista inglés, que componía versos en un idioma que nadie entendía, acerca de un país que nadie conocía. No era de extrañar que no gozase de muy buena reputación entre mis compañeros de equipo.

(Vladimir Nabokov, 1967; fragmento de Habla, memoria, en Revista Diners, n. 435, junio de 2006, http://revistadiners.com.co/ocio/15754_nabokov-arquero/).


El miedo del portero al penalty

“El portero miraba cómo la pelota rodaba por encima de la línea...”.

(…) Josef Bloch, antiguo portero de un equipo de fútbol, es despedido de su trabajo como mecánico y debe empezar una nueva etapa en su vida por cauces tan dolorosos como desconocidos para él.

Vivirá escrupulosamente cada momento del día, pero también los atravesará como si un velo de algodón lo envolviera todo. Ni el cine, ni el crimen, ni el viaje lograrán crear sensaciones capaces de llegar a su conciencia de una forma clara. Sólo los recuerdos de su época de futbolista serán capaces de presentarse ante él de un modo más o menos aprehensible.

“(…) Bloch vio cómo poco a poco todos los jugadores iban saliendo del área de castigo. El que iba a lanzar el penalty colocó el balón en el sitio adecuado. Entonces él mismo retrocedió y salió del área de castigo.

-Cuando el jugador toma la carrerilla, el portero indica con el cuerpo inconscientemente la dirección en que se va a lanzar, antes de que haya dado la patada al balón, y el jugador puede entonces lanzar el balón tranquilamente en la otra dirección-, dijo Bloch. Es como si el portero intentara abrir una puerta con una brizna de paja.

De repente, el jugador echó a correr. El portero, que llevaba una camiseta de un amarillo chillón, se quedó parado sin hacer un solo movimiento, y el jugador le lanzó el balón a las manos (…)”.

(Peter Handke 1970; fragmentos de la novela El miedo del portero al penalty).


Un buen guardameta…

Un buen guardameta es aquél que con su peculiar actuación sobrepasa sus facultades y salva más veces a su equipo.

(Jean Paul Sartre; frase atribuida al pensador francés).


Estadio de noche

Lentamente ascendió el balón en el cielo.
Entonces se vio que estaba lleno el graderío.
En la portería estaba el poeta solitario,
pero el árbitro pitó fuera de juego.

(Gunter Grass; http://amediavoz.com/grass.htm).


El césped

Sólo cuando, después de los comentarios y risotadas de rigor, el sordo consideró oportuno regresar a su puente de mando, o sea la caja, Martín empezó a poner sus preocupaciones y dudas sobre la mesa. Comenzó con rodeos, aproximándose al tema pero sin abordarlo directamente. Por ejemplo, preguntándole a un Benja, más callado que de costumbre, si pensaba en España o en Brasil. Que no pensaba nada, dijo Benja, pero el otro fue contundente: pues yo sí. Benja comentó que hacía bien, que todo era cuestión de temperamento. O de alergias. Y Martín, qué temperamento ni qué alergias, vos podés pegar el brinco más fácilmente que cualquier otro; un buen delantero siempre es codiciable, ya que es un producto que no abunda; para los dirigentes los campeonatos se ganan con los goles que se meten, no con los que se evitan. Benja intenta refutar y recuerda que ha habido sonados pases de goleros. Sí, ya sé: Fillol, Pumpido, y ahora ese ruso Dassaev. Pero no vas a comparar, es tan raro que los intermediarios se rompan los cuernos por conseguir el pase de un arquero. Ustedes los delanteros son los que maradonean, los que prometen (y a veces consiguen) el paraíso; decime Benja, cuántos números ocho tiene este país que puedan verdaderamente hacerte sombra; tenés que irte y si podés no cruces el charco chico sino el charco grande. España, Italia. Además, sos el modelito más codiciado aquí, allá y acullá, o sea el número ocho que colabora con la defensa, domina el medio campo, pasa como un maestro, y por añadidura, hace goles de campeonato. Te juro que si yo fuera delantero ya me habría ido, pero no soy un metegoles sino un evitagoles y eso no cuenta. Si en un partido te meten tres, sabés cómo te putean: si te rompiste todo y no te hacen ninguno, si te pasaste los noventa minutos sacando pelotas imposibles y aguantaste todo el chaparrón de una delantera dribleadora, sorpresiva, potente, nadie se acuerda, pero si en un solo contraataque el número diez pescó a la defensa adelantada y corrió como un gamo e hizo el gol, el héroe es él, nunca el atajapelotas que quedó allá atrás, olvidado y a solas. En cambio, cuando el equipo contrario mete un gol, no se lo hace al cuadro entero sino al guardameta, es él quien falla en el instante decisivo, el que pese a la estirada no pudo alcanzar la pelota, el que tiene que ir mansa y humilladamente a recogerla en el fondo de la red, y también el que es enfocado por las cámaras para que el espectador pueda aquilatar su vergüenza, su bronca, su desconcierto, como contrapeso de la euforia, el estallido y la corrida triunfal del otro enfocado, o sea el autor del gol. Y encima te pasan el replay, para que tu humillación se duplique, se triplique, se multiplique hasta el infinito.

(Mario Benedetti, 1989; fragmento del relato breve El césped; http://www.poesi.as/mb96b066.htm).


El arquero

También lo llaman portero, guardameta, golero, cancerbero o guardavallas, pero bien podría ser llamado mártir, paganini, penitente o payaso de las bofetadas. Dicen que donde él pisa, nunca más crece el césped.

Es un solo. Está condenado a mirar el partido de lejos. Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre los tres palos, su fusilamiento. Antes vestía de negro, como el árbitro. Ahora el árbitro ya no está disfrazado de cuervo y el arquero consuela su soledad con fantasías de colores.

Él no hace goles. Está allí para impedir que se hagan. El gol, fiesta del fútbol: el goleador hace alegrías y el guardameta, el aguafiestas, las deshace. Lleva a la espalda el número uno. ¿Primero en cobrar? Primero en pagar. El portero siempre tiene la culpa. Y si no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador cualquiera comete un penal, el castigado es él: allí lo dejan, abandonado ante su verdugo, en la inmensidad de la valla vacía. Y cuando el equipo tiene una mala tarde, es él quien paga el pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando los pecados ajenos.

Los demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o muchas veces, pero se redimen mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo certero: él no. La multitud no perdona al arquero. ¿Salió en falso? ¿Hizo el sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fueron de seda los dedos de acero? Con una sola pifia, el guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces el público olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena a la desgracia eterna. Hasta el fin de sus días lo perseguirá la maldición.

(Eduardo Galeano, 1995; de El fútbol a sol y sombra).


Moacir Barbosa

A la hora de elegir el arquero del campeonato, los periodistas del Mundial del 50 votaron, por unanimidad, al brasileño Moacir Barbosa. Barbosa era también, sin duda, el mejor arquero de su país, piernas con resortes, hombre sereno y seguro que transmitía confianza al equipo, y siguió siendo el mejor hasta que se retiró de las canchas, tiempo después, con más de cuarenta años de edad. En tantos años de fútbol, Barbosa evitó quién sabe cuántos goles, sin lesionar jamás a ningún delantero. Pero en aquella final del 50, el atacante uruguayo Ghiggia lo había sorprendido con un certero disparo desde la punta derecha. Barbosa, que estaba adelantado, pegó un salto hacia atrás, rozó la pelota y cayó. Cuando se levantó, seguro de que había  desviado el tiro, encontró la pelota al fondo de la red. Y ése fue el gol que apabulló al estadio de Maracaná y consagró campeón al Uruguay. Pasaron los años y Barbosa nunca fue perdonado. En 1993, durante las eliminatorias para el Mundial de Estados Unidos, él quiso dar aliento a los jugadores de la selección brasileña. Fue a visitarlos a la concentración, pero las autoridades le prohibieron la entrada. Por entonces, vivía de favor en casa de una cuñada, sin más ingresos que una jubilación miserable. Barbosa comentó:

-“En Brasil, la pena mayor por un crimen es de treinta años de cárcel. Hace 43 años que yo pago por un crimen que no cometí”.

(Eduardo Galeano, 1995; de El fútbol a sol y sombra).


Un recuerdo de la infancia

En 1962 vivía en Quilpué, a cincuenta metros de donde estaba alojada la selección brasileña de fútbol. Conocí a Pelé, a Garrincha, a Vavá (delantero brasileño). Recuerdo por ejemplo que Vavá me tiró un penal y se lo atajé. Y para mí es la mayor hazaña que he hecho: ¡le atajé un penal a Vavá!

(Roberto Bolaño, 1998; anécdota contada  en una entrevista realizada por Marcelo Soto para la revista Qué Pasa, http://www.vivaleercopec.cl/2014/06/19/cuando-roberto-bolano-le-atajo-un-penal-vava/). 


(Imagen: El partido del fútbol, de L. S. Lowry)